El cine es la forma idónea del fantasma. Los hombres que atestiguaron las primeras proyecciones del cinematógrafo recibieron esa certeza en su estado puro: “las cosas se mueven, rebosantes de vida, y al acercarse al borde de la pantalla se desvanecen en algún lugar más allá del mismo”, escribió Gorki alguna vez. Ese fantasma ha alcanzado hoy grados increíbles de normalización: esos espectros, esas imágenes que sin explicación cobran vida frente a nosotros, se han convertido en nuestro alimento cotidiano. Si el cine de Hitchcock todavía nos atraviesa no es por esnobismo o nostalgia, sino porque él hizo de su obra una revolución sin salida. Revolución, vale decir, que supo dar cabida a la aparición tremebunda de esos primeros fantasmas.
Hablar de un hombre que llevó a cabo más de cincuenta películas puede resultar engorroso si se subestima su obra y la importancia que ésta ha cobrado en nuestras vidas. Sabemos que nació en Londres a finales del siglo XIX; que atestiguó como realizador el pasaje del cine silente al sonoro; que su traslado a Hollywood, después de una carrera importante en Inglaterra, significó su fama mundial en cine y televisión; que le gustaba beber, jugar bromas duras a sus allegados; que su trabajo era firme y apasionado; que murió un día como hoy, hace treinta y cinco años. Su obra, sin embargo, ha sabido sobrevivir el paso del tiempo, los avances técnicos de realización fílmica y, sobre todo, la creciente incredulidad que padecemos hoy cuando estamos frente a una pantalla.
Godard dijo que si Hitchcock fue el único poeta maldito que conoció el éxito, se debe a que fue también el más grande creador de formas del siglo XX. Esto no es sino la manifestación de que, en su obra, todo nivel del dispositivo fílmico excede su función y gesta un entramado tan complejo que hace de la realidad un terreno inestable. Nuestra mirada se vuelve depositaria de la forma misma del crimen. Si Hitchcock configura un mundo en que ley y policía fallan cuando sus agentes se muestran de carne y deseo, es para mostrarnos el riesgo de quedar atrapados en el juego de nuestra propia ilusión. El eje de su trabajo pone en crisis el límite entre el fantasma y aquello a lo que todavía podemos dar cierto valor de verdad.
La soga (1948) habla del juego amoroso de dos hombres que han asesinado a un compañero, asumiéndose intelectual y humanamente superiores a él, para luego ofrecer un festín donde el lugar de los alimentos es la tumba de la víctima. Extraños en un tren (1951) da cuenta de la facilidad para caer en la locura y el mal cuando el terreno de nuestras vidas se vuelve asfixiante y carcelario. Vértigo (1958), una de las películas más hermosas que he conocido, lidia con la imposibilidad de la instauración de la ley cuando el agente para ejecutarla es también falible: cuando en él nace un amor que es necesariamente erotismo y mortificación. Psicosis (1960) configura un universo donde lo visible en pantalla detona, sin mostrarlo directamente, una realidad hecha de carne lacerada, muerta y tal vez deseable. Los pájaros (1963) resignifica toda relación entre lo inexplicable, la voracidad materna y lo siniestro: si en el universo hitchcockiano el caos tiene una razón de ser, ella sólo es visible mediante aproximaciones insuficientes.
El fantasma original del cinematógrafo cobra en Hitchcock implicaciones propias, mágicas y apabullantes: es la imaginación lo que nos descubre desnudos ante el horror de nuestros secretos, de eso que evitábamos mirar. Nunca terminaremos de agradecer a Hitchcock su manera de sortear las imposiciones de la industria y la censura: si el asunto no puede tratarse directamente, es necesario gestar un dispositivo donde la materia de la fábula esté oculta bajo otra trama que dé a la narración una cabeza doble. Hitchcock estableció como nadie relatos que eran simultáneamente dos historias: asesinato y homoerotismo; policía y necrofilia; naturaleza e incesto. Esa es la clave, a mi parecer, del gran legado hitchcockiano: en relatos de dos historias la distancia entre ambas exige el compromiso del espectador. Es preciso reactivar la posibilidad de la interpretación. Cuando algo falta a la realidad, o a la trama para resolverse, subjetividad y toma de postura cobran vida. Es ahí donde debo dejar algo de mí mismo en pantalla para que devenga fantasma. Ese fantasma del cinematógrafo no es otro que yo mismo, postrado frente a un cúmulo de imágenes que se siguen una tras otra, como en torbellino.
Hitchcock me enseñó que lo que procure no mirar terminará por capturarme.
Armando Navarro