En 1968, cuando tenía 15 años, tuve la suerte de no vivir represión directa, aunque vi granaderos y hasta llegué a ver tanques y tropas en las calles de la Ciudad de México, espectáculo inédito pues la única ocasión en que se veía a militares en la calle era en los grandes desfiles del 16 de septiembre y 20 de noviembre.. Asistí a varias de las grandes marchas; la “monstruo” y, más impresionante aún, la del silencio. Pasaban por la puerta de mi casa, de manera que mi hermano y yo nos escapamos varias veces, a espaldas de mis padres. Teníamos planes de ir al mitin de la Plaza de las Tres Culturas, pero el regreso de mi padre de un viaje largo nos obligó a irlo a recibir al aeropuerto. Al regresar temprano y dado que mi padre trabajaba justo en el edificio de Relaciones Exteriores, mi hermano y yo, ansiosos, lo urgimos a que llamara a su oficina, en el piso 18, para inquirir cómo había estado lo del mitin. Habrán sido las nueve pasadas y mi padre, “workaholic” declarado, tenía guardias en su oficina hasta tarde en la noche pues era Director de Diplomático, la oficina que llevaba la relación directa con las embajadas extranjeras en el país.

—¿Cómo, qué pasa?— dijo conforme iba mudando de color. —Voy para allá—, dijo alarmado.
Momentos después, al colgar, volteó a nosotros y dijo: “Que ni se me ocurra ir, que hay una balacera terrible y todos están tirados en el piso. Incluso parece que en alguno de los pisos inferiores alguien fue alcanzado por una bala.” Inmediatamente nos invadió un sentimiento de estupor y mi padre dijo en tono lúgubre: “Ya despertaron al México bronco.” Y se sumió en el silencio. Al día siguiente, México ya era otro país.
Durante mucho tiempo, en México nos invadió un sentimiento de orfandad y el 10 de junio del 71, luego de que algunos ilusos creyeron en las palabras de Echeverría, resultó una confirmación; y supimos que las palabras, las verdaderas, las iluminadoras, las mismas palabras, a veces pueden servir también para desfigurar, para ocultar.
Desde la lejana matanza de Jaramillo, durante el sexenio de López Mateos (1958-1964), pasando por el 68 y el 10 de junio, el país se hundió en la desesperanza, la apatía o la oscura noche de la “Guerra sucia”, de la cual nos enterábamos poco y mal, por rumores y dichos no confirmados. Unos pocos años después me enteré que una novia mía de preparatoria había sido asesinada en una casa de seguridad de la “23 de septiembre” en Nepantla, cuna de Sor Juana Inés de la Cruz; y como ironía recordé que le había yo regalado las obras completas de la “décima musa”, y que leyó en tiempo record.

La Reforma Política de López Portillo (1976-1982), que sacaba del clandestinaje al viejo Partido Comunista, permitió que los años ochenta transcurrieron con una relativa calma, pero nos llevó paulatinamente a una profunda y creciente crisis económica, la primera que tocó a mi generación vivir, pero también a la de mis padres. México, paradigma mundial de estabilidad y crecimiento, época conocida internacionalmente como el “milagro mexicano”; hoy sabemos que desde inicios de esa década los zapatistas se comenzaron a organizar con enorme sigilo.
Sin embargo, fue en 1988, con la Insurrección Cardenista, cuando el país se vio violentado por el fraude más grande que ha conocido en su historia. Este acto a todas luces ilegal, abrió las puertas del estado al crimen e inauguró el primer gobierno delincuencial. Basta un botón de muestra: si con Miguel de La Madrid se asesinó a 26 periodistas (y más de veinte fueron por líos de faldas o venganzas personales), con Salinas, mientras nos conducía al primer mundo, fueron asesinados 157 periodistas (un aumento de 6 veces); sin con contar más de 500 perredistas, casi todos de provincia. Salinas cerraría su último año con broche oro: el levantamiento zapatista (con una matanza en el mercado de Ocosingo); el terrorífico y oscuro asesinato de Luis Donaldo Colosio (a pocos días de su célebre discurso en el Monumento a la Revolución); y finalmente el bizarro asesinato de su excuñado José Francisco Ruiz Massieu. El epílogo de su huida, primero a Aguasleguas y luego Irlanda, fue digno de una ópera bufa o una secuela del cuento “Diles que no me maten de Juan Rulfo.

Todas estas fueron señales, a los violentos y mafiosos, de que con el debido poder y los dineros por delante en México se podía ser impune, si se llegaba al precio. Lo que siguió es una marcha macabra de, como se dice en México, “la huesuda”, seguida de cerca por “la llorona” con el aullido de dolor que pregona por sus hijos. Acteal, Aguas Blancas, el Charco, la saña misógina de las mujeres de Juárez, la Guardería ABC, Salvárcar, San Fernando, el Divine, Ayotzinapa… con los miles de episodios intermedios que no alcanzaron esta atroz celebridad.
¿Por qué tendríamos que ser indiferentes ante estos horrores? ¿Y si no lo somos, por qué no actuamos en consecuencia? Muchos se preguntan ¿cómo? Hay mil maneras, y si no las descubrimos, habría que inventarlas. En esto no hay acción pequeña y todas cuentan. ¿Y qué país estás dispuesto a soñar y de acuerdo a nuestros sueños a construir?

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