Por Karen Villeda

Es el cumpleaños número 20 de El dios de las pequeñas cosas, libro publicado en 1997 y ganador del prestigioso Premio Booker, y lo celebramos con este Léamoslas. La primera novela de Arundhati Roy es todo un fenómeno editorial: el adelanto fue de medio millón de libras, la escritora tardó cuatro años en completarla y se tradujo a más de treinta idiomas. La primera vez que la leí, hace diez años, no logró atraparme por completo e incluso terminé regalando mi ejemplar. Sin embargo, hay libros que regresan a una para ser redescubiertos. Eso es lo que me sucedió con esta novela, que leí en inglés y releí en español (y estoy a punto de iniciar una petición en Change.org para que mejoren la traducción).

Ahora celebro El dios de las pequeñas cosas por abordar temas espinosos como la misoginia (“Era, murmuraban entre ellos, como si no supiera comportarse como una chica”), la discriminación (“En tiempos de la niñez de Mammachi  no  se  permitía  a  los paravanes,  igual  que  a  los  demás Intocables, andar por la vía pública, ni cubrirse la parte superior del cuerpo, ni usar paraguas. Cuando hablaban, tenían que taparse la boca con la mano, para evitar  que  su  aliento  contagiase  su impureza a aquellos a quienes dirigían la palabra”) y las tensiones culturales derivadas de prácticas coloniales (¿será que el sincretismo no es sino una constante frustración disfrazada de ánimo conciliatorio?) en la India, un país que no parece ser tan distinto al nuestro.

Foto: Express Newspapers/Getty Images
¿De qué se trata?

El dios de las pequeñas cosas se desarrolla en Ayemenem, en la región de Kerala, que se encuentra al sur de la India. Hay dos tiempos narrativos: uno en 1993, otro en 1969. Es a principios de los noventa que se reencuentran dos hermanos “gemelos bivitelinos. «Heterocigóticos»,   los llamaban  los  médicos. Nacidos de óvulos  distintos, aunque fertilizados  al mismo  tiempo”. El detonante de la narración son Esthappen Yako, o Estha, y Rahel, que vuelven a verse a los “Treinta y un años. No son viejos. Ni jóvenes. Pero tienen ya una edad en que la muerte es un hecho posible”. El epicentro es la historia de una familia y sus tres generaciones (“Cosas  comunes,  pequeños  hechos, destrozados y recuperados. Imbuidos de un  significado  nuevo.  De  pronto,  se convierten  en  los  huesos  descoloridos de una historia”).

Es así que esta historia es muchas historias a la vez: una muerte accidental, la de Sophie Mol (“Es  curioso  cómo,  a veces,  el recuerdo  de  la  muerte  pervive  mucho más  que el de la vida por  ella arrebatada”); una larga separación de dos hermanos (“para ellos, no había Uno ni Otro. Dos  piedras  gemelas  y  su  madre. Dos  piedras  ofuscadas”); la de su madre, Ammu, y su amor prohibido con un intocable, Velutha, (“Cada  vez  que  se  despedían  sólo  sea arrancaban una promesa pequeña (…) Sabían  que  las  cosas  pueden cambiar en un solo día. Estaban en lo cierto”); o la de sus abuelos,  Pappachi y Mammachi, involucrados en una violenta relación.

Arundhati Roy aborda también temas tabú

Arundhati Roy aborda también tabúes como el incesto y el abuso sexual sin hacer a un lado la ideología política, la constante injusticia y la inequidad de género de esa sociedad (que todavía existe a pesar de la infinidad de diosas hindúes, la idea de que el río Ganges es una mujer y las referencias a lo femenino en la cosmovisión de los indios: “Toda la civilización humana, tal y como la conocemos —les dijo Chacko a los  gemelos—,  comenzó  hace  apenas dos  horas  en  la  vida  de  la  Señora Tierra”).

El dios de las pequeñas cosas es la prueba de que el pasado tiene un peso abrumador: “Lo  que  habían hecho  regresaría  un  día  para  dejarlos vacíos”. Como dijo la filósofa francesa Simone Weil: “El presente es lo que nos une. El futuro nos lo creamos en la imaginación. Sólo el pasado es la pura realidad”.

¿Por qué leerla?

Porque es una historia de Grandes Historias. Como la misma Arundhati Roy escribe para El dios de las pequeñas cosas: “En las Grandes Historias sabemos quién vive, quién muere, quién encuentra el amor y quién no. Y, aun así, queremos volver a saberlo. Ahí radica su misterio y su magia”. Este libro es un festín. La magnética narración de Arundhati Roy, en secuencias que parten de flashbacks, hacen que la lectura de El dios de las pequeñas cosas esté impregnada de una melancolía lírica (“En la naturaleza humana todo es posible (…): Amor. Locura. Esperanza. Júbilo infinito”; “Sólo   que,   una   vez   más, transgredieron las Leyes del Amor. Que establecen  a  quién  debe  quererse.  Y cómo. Y cuánto”.

La también activista Arundhati Roy hace que sea un placer seguir descripciones múltiples que enriquecen la novela con un sentido del humor que, más que ser un equilibrio, es un nítido contraste con la dolorosa historia contada en El dios de las pequeñas cosas, como las constantes referencias a la mermelada de plátano que se produce en el negocio familiar, Conservas y Encurtidos “Paraíso”, “de forma ilegal después  de  que  la  Organización  de Productos  Alimentarios  la  prohibió porque,  según  sus  normas,  no  era mermelada ni jalea. Demasiado líquida para ser jalea, y demasiado espesa para ser  mermelada”. El dios de las pequeñas cosas es una novela peculiar que no podemos dejar de leer y releer.

Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas, Anagrama.

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Karen Villeda es escritora. Ha publicado un par de libros para niños, uno de ensayos y cuatro poemarios. En 2015 participó en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En POETronicA (www.poetronica.net) explora la relación entre poesía y multimedia. (Ah, y tiene un gato llamado León Tolstói.)

Twitter: @KarenVilleda

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