Por Federico Bonasso

No sé por qué he regresado a Buenos Aires.

Lo cierto es que aquel girar armónico del trompo se fue al carajo cuando una inmensa mano me sacó del país. Mi tío, los amigos que aún quedan, insisten en que soy de aquí y he llegado a encariñarme con sus palabras.

Recuerdo mi primer regreso. Habíamos salido más de un mes, tendría yo siete años y aquel lapso era toda una vida. Y después de la escenografía europea, de donde veníamos, volvimos a ver las luces porteñas con mucha emoción, como guiños conscientes que se sabían nuestro nombre. Comimos en cualquier pizzería, la primera que encontramos, y la fainá también estaba firmada por la ciudad, un pariente que nos abría los brazos. Nos miramos los cuatro. Mamá sonrió. Había una lección en su sonrisa. Con cuánta inocencia cruzamos la puerta de aquella pizzería.

Pero tal vez aquí pueda poner en práctica mis experimentos. Porque el presente es una nueva geografía, que me ofrece, salvo por los magros ahorros que traigo escondidos en un calcetín, una libertad no desdeñable. Soy un anónimo absoluto y podré vagar por todos lados sin preocupar a nadie

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Mi tío es un personaje del teatro argentino; un oso de buen corazón pero adiestrado en la batalla porteña. Me recibió con mucho cariño en Ezeiza. Durante el camino me lanzó agudas preguntas que él mismo no demoró en responder. Tiene un monólogo fascinante y un pasado cuya mención lo transforma en Mr. Hyde. Cuando interviene el interlocutor lo distraen cosas que podrían parecer nimiedades. Al explicarme por qué estaba yo allí, usó una frase elocuente: “Es que ustedes —imagino que se refería también a mi hermano— todavía no encuentran Ítaca”. La referencia clásica chocaba con las primeras imágenes del barrio por donde entrábamos a la ciudad: las pintas en las paredes, la carota de algún transeúnte en alpargatas y calzoncillos; un soleado mediodía sobre las esquinas curvas del viejo puerto.

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Hoy quise recuperar el sabor de las Rodhesias. El tipo que atendía en el quiosco de la esquina se negó a cambiarme un billete chico. “Jódase”, estallé. Estos primeros días me ha dado pánico comprar una Coca-Cola. Recuerdo que entré a pedir un sándwich a un barcito y el mesero me preguntó por el tipo de pan de mi preferencia. Me dio a elegir entre pebete y otros términos. Dudé hasta que me decidí arbitrariamente por alguna de las opciones fonéticas. Cuando volvió a la barra le contó entre risitas nuestro diálogo a un compañero.

Con el tiempo percibo que todos los vendedores manejan un rencor especial.

Mi tío me lo explicó: “Para el mozo es inconcebible que vos no sepas los tipos de panes que hay; su mente no puede traspasar la barrera bidimensional del restaurante. Aquí no está permitida la duda, ojo. El que duda es un marginal porque arriesga en cuestión de segundos la atención del interlocutor. Date cuenta: cuando vos entrás a cualquier negocio, los distraés de una tarea cenital que realizan detrás del mostrador. Ellos están cumpliendo con un trabajo provisional, antes de que les llegue el éxito en la vida, ¿no entendés? Lo que pasa es que la etapa de transición se demora más de lo que han calculado, y esto les da en los huevos”.

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Atestigüé una escena curiosa en el botánico. Sitio especial, por cierto. Mi tío me cuenta que vivíamos muy cerca de allí en una época y que nos llevaban a pasear. Ya de tarde, en una de las esquinas del invernadero, una mujer le hablaba a un chico púber. Durante algunos minutos cambiamos de estación y sopló un airecito cálido, como si yo me hubiera topado accidentalmente con un rincón fantasma del botánico. Ella le decía algo que inquietaba al muchacho. Y parecía que había un cristal entre ambos, que les impedía tocarse. Estaban en el centro de un círculo de gatos. Me quedé viéndolos, ya en la penumbra. Aquella mujer parecía atrapada en la espera y su hijo quizá luchaba por devolverle alguna imagen: un capricho, una travesura, que le permitieran a ella agarrar el salvavidas.

Pasé a su lado después, haciéndome el inocente, y escuché algo sobre un reloj. Me vi forzado a seguir mi camino para no parecer un metiche, y mientras salía del jardín tuve una serie de peliculitas mentales cuyo sentido se me escapó. Estuve en trance hasta que rocé de nuevo la superficie de Santa Fe.

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En el autobús no supe cómo pagar. Quise darle las monedas al chofer y me manoteó y las arrojó al suelo. “Ponelas en la maquinita”, gruñó. Al agacharme a recoger las monedas, la señora que subía detrás me clavó unas bolsas en las corvas. “¿Qué pasa, Pibe, subís o no subís?” No daba con la ranura de “la maquinita”. “Es que yo no vivo acá”, confesé por fin al chofer. “¿Y en dónde vivís, en la luna?” Curioso que no se le ocurriera otra alternativa. “No, en México”, respondí. Una mujer mayor, cuyo rostro era la bondad, se levantó de su asiento para enseñarme el mecanismo.

Viajo sin rumbo, en colectivo o metro. Durante dos estaciones, durante tres paradas la encuentro a Ella, que se pierde tan rápidamente como se ha presentado. Me duele que un solo destino romántico tenga tantos rostros y que además la sobrepoblación no garantice el cumplimiento de ese destino. Un área del alma se apaga cuando las puertas del vagón se abren y una multitud se traga a la chica. “Ah, ¿acá bajabas?”, murmuro siempre con el pensamiento.

Unas adolescentes con uniforme de secundaria me dijeron “permiso, señor”. El champú que usa mi tío no da resultados por ahora.

Llego a casa, busco refugio en la tele y ésta se enciende en el Fashion Channel. No hay escape. (¿Será que mi tío lo estaba viendo?) Paso algún tiempo con el Fashion Channel.

Ayer vi desde afuera los nichos del cementerio de la Chacarita que dan a la avenida. Un edificio oscurecido por el humo de los automóviles. Largas cuadras indiferentes para los transeúntes. No entiendo cómo es que han quedado expuestos así. Pequeños gabinetes grises, o marrones, que guardan algo, aunque nadie les haga caso. También vi el otro cementerio: el río.

El anterior es un fragmento del primer capítulo de Diario negro de Buenos Aires, de Federico Bonasso. En esta novela se cuenta la historia del autor de este diario que regresa a Buenos Aires, su ciudad natal, esperando encontrar algo que lo ayude a librarse de la sensación de naufragio, de clausura del tiempo. Algo: los lugares y amigos de la infancia, el espejismo de un origen o un hogar. Sin embargo, al poco tiempo descubre que la verde Ítaca ya no existe, él ya no es el que fue y el exilio se ha convertido en su única patria posible.

Así comienza el peregrinaje, no exento de humor ni patetismo, de este anónimo absoluto por casas de amigos y familiares, por los laberintos de la burocracia, por la burocracia del amor y que concluirá, en una espiral de sordidez y surrealismo por cementerios y subterráneos. Hasta que el peregrinaje se convierte en proceso kafkiano, Ulises se convierte verdaderamente en Nadie, el aire se convierte en río.

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Federico Bonasso (Buenos Aires, 1967) escribe desde que era niño, incluso antes de dedicarse a la música. Hijo del exilio político, se quedó a vivir en el país que le dio refugio. Cantante de El Juguete Rabioso (banda de rock mexicana de los noventa) y compositor de cine, ha mantenido una relación ininterrumpida con la narrativa y la poesía, pero respetando la máxima borgiana de no tener prisa por publicar. Diario negro de Buenos Aires encarna esa dualidad que se reconoce también en las letras de sus canciones: nostalgia y aventura, México y Buenos Aires, la identidad dividida de todo exiliado. Hoy, mientras sigue escribiendo, compone música para películas y dirige Estudio Yubarta, además de encabezar La Subversión, su proyecto solista.

*Fotografía destacada: Antonio Cruz/NW Noticias

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