Por Sofía Mosqueda

Ayer se despenalizó, parcialmente, el aborto en Chile. En el país del sur esta penalización tenía vigente más de treinta años, puesto que, aunque el derecho al aborto terapéutico existía en Chile desde 1931, el régimen de Pinochet lo prohibió totalmente en 1989. Desde entonces y hasta ayer, el país andino era uno de los siete países del mundo* que criminalizan el aborto bajo cualquier circunstancia.

La iniciativa impulsada por el gobierno de Bachelet, que llevaba dos años en discusión, se había aprobado en el Congreso desde principios de mes, sin embargo, tuvo que ser sometida ante el Tribunal Constitucional puesto que la oposición de derecha alegaba que vulnera la Constitución, ya que ésta “consagra el derecho a la vida” (sic).

La reforma que se aprobó permite que 1) en caso de riesgo para la vida de la mujer, 2) en caso de violación y 3) en caso de inviabilidad fetal extrauterina una mujer pueda abortar. La interrupción del embarazo en cualquier otro caso sigue siendo penalizada; sin embargo, como ha pasado hasta antes de ayer en Chile y como pasa en los demás países donde se penaliza el aborto por decisión autónoma, los abortos siguen llevándose a cabo ilegal, clandestina e inseguramente.**

Michelle Bachelet afirmó que el triunfo de esta iniciativa representa un triunfo para las mujeres, para la democracia y para su país. ¿Y sí? Bueno, algo es algo, pero tanto así como un triunfo, triunfo, no.  

Foto: Hector Vivas/LatinContent/Getty Images

En la batalla contra la maternidad forzada siempre ha habido como “un escalón” en el que primero se despenalizan las interrupciones del embarazo cuando éste es producto de una violación, cuando hay malformaciones o cuando la vida de la mujer está en peligro, pero ¿podemos llamar triunfo a una medida que simplemente responde al sentido común? Permitir que las mujeres interrumpan el embarazo cuando las violaron o cuando su vida está en riesgo ni siquiera debería cuestionarse, mucho menos considerarse un triunfo; al contrario, dan un poco de ganas de soltarle a alguien un zape y decirle: ya te habías tardado, güey, sigue avanzando, ándale, sube otro escalón.  

La lucha real, el objetivo último (como para acabar de subir las escaleras, pues) tiene que ser construido en torno al derecho de las mujeres a decidir qué hacer con su cuerpo. La concesión del aborto sólo en los casos en que las mujeres son víctimas de algo (de una violación, de un riesgo a su salud) perpetúa la desigualdad de género respecto de acceso a derechos humanos y reproductivos. La falta de acceso al aborto legal y seguro en cualquier circunstancia es una violación directa a los derechos de las mujeres, y en la batalla por la igualdad de género es apenas uno de los puntos a atender.

La maternidad forzada, impuesta, responde a las exclusiones y estereotipos que viven las mujeres en el espacio público, a la representación política a la que acceden y al ejercicio de su ciudadanía, misma que constantemente se ve cooptada por posturas conservadoras.

La renuencia de la derecha a permitir el acceso al aborto legal y seguro responde más a caprichos sobre sus cosmovisiones religiosas que a un interés genuino por “consagrar la vida” o proteger los derechos humanos, anulando así el derecho de las mujeres a decidir. La creencia de que la vida empieza en la concepción es un punto de vista filosófico; el valor de la vida de un feto y de la vida de una mujer es cuestión de opinión, y no una verdad científica que pueda usarse como argumento en materia legislativa.

La polarización del tema del aborto responde a las creencias individuales sobre el valor y el significado de la vida más que a estudios científicos sobre el comienzo de la vida y sobre las estructuras socioeconómicas de opresión que derivan en embarazos no deseados; y es totalmente absurdo que dichas creencias permeen en la configuración de políticas públicas y de instrumentos legales.

La idea de que la penalización del aborto reduce su incidencia es falsa. Estudios llevados a cabo por la OMS indican que el número de mujeres que practican abortos en países donde es legal es prácticamente igual al número de quienes lo hacen en países donde está penalizado. Lo que sí cambia es la manera en que las restricciones vuelven el procedimiento más peligroso y la medida en que las mujeres mueren por tener que recurrir a métodos insalubres y clandestinos. La ironía es que la vida de las mujeres (además de su integridad) se pone en riesgo en función de un discurso pro-vida.

Si el interés en proteger la vida fuera real, la estrategia correcta sería reducir los embarazos no deseados mediante la mejora del acceso a métodos anticonceptivos y a educación sexual y reproductiva; no prohibir el aborto, no imponer maternidades, no poner en riesgo la vida de las mujeres.

Imagen: mukira.org

Podremos hablar (tanto en Chile como en México y en el resto del mundo) de un triunfo real para la democracia y para las mujeres cuando éstas puedan decidir autónomamente qué hacer con su cuerpo, cuando a ninguna mujer se le imponga la maternidad con base en moralismos conservadores y metiches; cuando, además, se cumplan las condiciones necesarias para proteger la vida más allá de la gestación.

Hoy toca, además de reflexionar sobre el primer paso que se dio en Chile en cuanto al reconocimiento de los derechos de las mujeres, aprovechar la ocasión para recordar la necesidad que hay todavía de reivindicar la ciudadanía femenina y de replantear las relaciones de poder que siguen negando a las mujeres el acceso pleno a sus derechos.

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Sofía Mosqueda estudió relaciones internacionales en El Colegio de San Luis y ciencia política en El Colegio de México. Es asesora legislativa.

Twitter: @moskeda

Nicaragua, El Salvador, Honduras, República Dominicana, Haití y Malta.

** En Chile se hacen aproximadamente 70,000 abortos al año.

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