Por José Ignacio Lanzagorta García
A veces, en un intento más por cooptarnos, nos llaman “grinch”. De tan imposible que es celebrar o siquiera aludir a las fechas decembrinas si no es dentro del marco de la imaginería estadounidense, hasta sus disidentes también hemos sido etiquetados dentro sus bobas caricaturas. Le dicen grinch a toda persona que no se suma al entusiasmo desbordado y hasta un poquito neurótico por los rituales de consumo de estas fechas. Sin embargo, el término es, como digo, de cooptación: en el cuento de Dr. Seuss, el Grinch termina cayendo en la autosugestión colectiva de que no se trataba del consumo, sino de un impuesto ánimo de pura buena onda y entonces, irónicamente, decide regresar todos los regalos que robó y sumarse a las festividades. El grinch pasó de dar una importante lección a Villaquien a ser un simple duende de Santa Clos.
En tantos años me ha tocado ver que quien se autodenomina grinch, lo termina siendo en todo el sentido del cuento estadounidense. Es decir, van a la posada a decir que son el grinch, participan del intercambio de regalos de la oficina diciendo que perdón por ser tan grinch, resoplan ante el chiste misógino del tío en la cena de Nochebuena y le dicen a sus primos: “¿ya ven por qué soy tan grinch?”. Pero ahí están. Son un grinch en el sentido de que son una parte orgánica de toda esa parafernalia. La pura buena onda de estos rituales no funciona tan bien si dentro de sí no hay quien juegue el papel del súbito converso o del renegado que se resiste a mostrar la calidez de su corazón. Las navidades son un poquito inescapables. Y no todos tienen el valor, la claridad o, tristemente en muchos casos, la posibilidad de clausurarlas.
Ya estarán diciendo que cuánta “superioridad moral” o poniendo el meme de Bart Simpson haciendo un cacerolazo para llamar la atención. Pero la verdad es que en tantos entornos sociales lo verdaderamente difícil es que se respete la decisión de no participar de estas fiestas por la razón que sea. En muchos núcleos familiares resulta inconcebible –y hasta imperdonable- que alguien verdaderamente prefiera cenar unas quesadillas y ver Netflix la noche del 24. En muchas oficinas no participar del intercambio de regalos puede significar el inicio de un ostracismo. Decirle a los amigos que por alguna razón solo quieren reunirse en diciembre porque es diciembre: “hey, estoy en pleno cierre del año, ¿y si hacemos nuestra reunión en enero?” significa matar toda la algarabía por verse. Escapar de la Navidad es o puede ser un agravio capital.
Como niño, disfruté siempre el período decembrino año con año. Todo: la decoración, las luces de bengala, las piñatas, las canciones, los postres de la cena de Nochebuena, mi abuelo José con el delantal puesto en su cocina preparando la cena, participar en la laboriosa preparación de los mazapanes de almendras que mi madre y mis tías hacían y regalaban todos los años. No recibía regalos de Santa Clos, pero sí de los Reyes, lo cual no hacía más que alargar la excitación de esta temporada. Con el tiempo la magia se fue extinguiendo y quedó encapsulada como un bello fenómeno de la infancia. Se volvió complicado cuadrar las agendas para que la familia se reuniera en la fecha obligada. Y cuando se lograba, las cenas eran incómodas y aburridas. La distancia entre los que crecimos como cercanos fue creciendo. Dejamos de hacer los mazapanes. De pronto, me vi en cenas de otras familias, de personas que apenas conocía con tal de “no estar solos” en Nochebuena.
El período decembrino se convirtió en uno que me producía una gran ansiedad social y familiar. Desde noviembre venía la pregunta: “¿con quién lo van a pasar?” y comenzaba a retorcerme. Me volví un grinch. Participé en un par de intercambios de regalos de oficina con los mismos resultados de siempre: la sensación de haber hecho una de las compras más ineficientes posibles tanto como un regalo no sincero como por recibir un objeto inútil. Se acabó. Decidí decir que era un grinch, pero eso no hizo más que agravar la situación. Muchos leían en ello una invitación a convencerme del “gran corazón” y emoción que tengo por estas fechas, como una petición a ser aún más presionado para unirse a las celebraciones.
Hace muchos años encontré la paz: ignorar las fiestas. “No puedo”, “tengo otro compromiso”, “fíjate que no me quedó más que salir de viaje el mero 24 en la noche”. La clave estaba no en ser un grinch, sino justamente en no serlo, en no querer robarse la Navidad, sino sólo fingir que no está ocurriendo. Dejarlos ser. Pero para que a uno lo dejaran ser, había que pasar inadvertido, camuflarse, volverse inmune a la compulsión social por acreditar estas fechas.
Irónicamente, esa paz me ha traído una reivindicación de estas fechas. Ayer, Nochebuena, fue de Netflix, pero no fueron quesadillas lo que prepararé, tampoco un pavo, pero sí algo distinto y especial. Me alegra ver a mis pequeños sobrinos dejarse apapachar por el fenómeno navideño aunque para ellos estas fiestas ya ni siquiera tienen el sentido religioso que sí lo tuvo para mí a su edad. Mi familia y yo hemos sabido reencontrarnos en una comida que hacemos mejor el día de Navidad. Una comida menos protocolizada y menos obligatoria. Por alguna razón, el enojo adolescente contra la convivencia artificial se disipó y ahora regresó un encanto por reencontrarse con los distantes. Tal vez sí fui cooptado, pero ya no por grinch, sino por lo que me gusta llamar “post-grinch”. Le deseo una trayectoria similar a todos quienes sufren con estas fechas. Felices fiestas.
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José Ignacio Lanzagorta García es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito