Por José Ignacio Lanzagorta García
Es un lugar común pedir propuestas. Es una ingenua fantasía imaginar a la ciudadanía debatiendo en la sobremesa entre sofisticadas alternativas de política pública. Es una estrategia dominante que el candidato presente generalidades, clichés, trivialidades bien aderezadas y buenas intenciones en lugar de documentos programáticos. Se trata de apelar a las mayorías, no de ahuyentarlas con tecnicismos o, peor aún, abrirse múltiples frentes de ataques con cada propuesta. En campañas, ningún candidato quiere ser de la maligna derecha, pero tampoco tan de izquierda que entonces las élites apanicadas te tilden de ser “un peligro para México”. Aquí todos queremos que “México salga adelante” y así. Aquí todos tocamos la guitarra y vamos al súper.
La convergencia a la mediocridad significa un espacio libre para el apasionado, para el que desea algo más que la presidencia por la presidencia misma. Quien sí consigue decir algo, darlo a entender y, sobre todo, imaginar una ruta, pone la agenda. Es tan fácil como eso… y al parecer tan difícil. Cuando Anaya presentó la idea de un ingreso universal básico, corrieron ríos de tinta. No es gratuito que cuando López Obrador simplemente mencionó al aire la posibilidad de la amnistía, el avispero ha quedado agitado desde entonces. Estamos ávidos de algo más que mensajes de Año Nuevo o de los escuetos y vacíos programas organizados en numerales como el de Meade sobre seguridad que hoy Alejandro Hope deshace en su columna.
A lo mejor todavía no queremos o no sirve dar lectura a iniciativas de leyes secundarias y reglamentarias, pero el espacio para imaginar otros futuros posibles está más que abierto… y al parecer medio desocupado. La creatividad, las alternativas, las ganas de pensar soluciones a la violencia, a la pobreza, a la desigualdad, a la corrupción pagan. Necesitamos más que chispazos ocasionales.
Sabemos que el PRI no da y no puede dar para ello. La campaña de Meade no decide si presentarse como una continuidad que merece más tiempo o como renovación de un régimen que aprende de sus errores o, ni siquiera, consigue vender la ficción de la ruptura del “candidato ciudadano”. Sólo es vacío. Al parecer y hasta ahora, en la (pre)campaña y en sus negociaciones partidistas no ha sido capaz de generar una promesa de continuidad o certeza que inspire ni siquiera a los propios priistas fuera del círculo del candidato.
Sabemos que el PAN y las reliquias del PRD, unidas, tampoco dan para mucho. La candidatura de Anaya no se presenta como la del líder carismático que se abrió paso por su experiencia, ideas y proyecto, sino sólo la del hábil político que aprovechó toda oportunidad en los pasillos para taclear a sus contrincantes a costa de lo que fuera, incluso de su partido mismo. El Frente es Anaya y sólo Anaya. Y de Anaya sabemos nada. Hasta ahora conocemos las cosas que se han excluido de un proyecto común entre la “derecha” y la “izquierda” unidas, pero poco de lo que sí incluyen.
Sabemos que el programa, carácter y figura entera de López Obrador pone mal de sus nervios –en muchos casos de formas verdaderamente patológicas– a más de uno y, sin embargo, que él representaba esa diferencia, ese proyecto alternativo de nación del que lleva hablando por más de una década. López Obrador hablaba de regeneración, nombraba los problemas, ofrecía soluciones –fantasiosas y no fantasiosas–. Pero algo está pasando ahí.
López Obrador iba y va arriba en las encuestas. El PRI viene de dejarnos al Presidente más impopular en toda la historia de la medición de la opinión pública en México. La derecha se desdibujó en las manos de un ambicioso político. La mesa estaba puesta para Morena ganar con lo que tiene: con su proyecto. Tenía dos alternativas: la primera era la de ilusionar e inspirar ahí donde había escépticos, tranquilizar allá donde había apanicados, denunciar los juegos sucios; aprender de los errores del pasado para articular su proyecto a una mejor campaña. La otra era la de obviar el proyecto y abrazar el pragmatismo: pactar con enemigos, ofrecer cargos a quienes configuraban “la mafia del poder”, alimentar otras agendas perniciosas a cambio de votos, revisar su proyecto… a la baja. Converger a la mediocridad.
Sus incondicionales aplauden la segunda ruta como si la primera no pudiera ser posible. Que es de tontos-niños-progre imaginar la victoria a través del voto con convicción, que las elecciones slo se ganan ensuciándose y que nada de malo tiene querer ganar. Entre sus entusiastas nos hemos encontrado a quienes incluso ya no sostienen ser de izquierda; que el pragmatismo del poder por el poder es sólo virtud; que pedir proyecto es exquisitez del privilegiado. En fin, la campaña hasta ahora ha consistido en buscar viejos votos corporativos a costa del voto con convicción de quienes, suponen, son un componente irrelevante de su base y tarde o temprano incondicional. Tal vez esta elección era justo la única en la que este cálculo no era el único eficiente. Tal vez sí.
Sin duda, su proyecto y equipo sigue siendo el más disruptivo para quienes buscamos cortar de tajo la continuidad. Entre tanto pragmatismo esperamos que persistan elementos nucleares de su proyecto y hay muchos indicios de ello. En cualquier caso, con su eventual victoria electoral –o posible derrota– su convergencia a la mediocridad ha liberado un espacio en la política mexicana que por tantos años sólo ocupó él. Será interesante y tal vez crucial ver quién o cómo es llenado.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito