Mi abuela me decía que ser inteligente era tener la capacidad para resolver problemas. Así que, para demostrar que yo lo era, me dediqué a tratar de resolverlos todos y a sentirme muy tonta cuando no lo lograba. La vida me obligó a ir matizando. No, yo no podía resolver todos los problemas, pero podía intentarlo. Es más, ésa sería mi obligación: tratar, siempre y para todo.
Pero a veces la pura idea del intento me rebasaba. Sencillamente yo no tenía la capacidad ni las herramientas para resolver algunos de mis problemas, cotidianos o extraordinarios. No podía conjurar todos los peligros que me acechaban ni solventar todas mis necesidades con mi pura voluntad y esfuerzo. Los planes fallaban, los riesgos se concretaban, la fuerza de la cosas se imponía. A veces alcanzaba a meter las manos, a amortiguar los golpes. Otras no, ni los veía venir.
Abatida, frustrada y con problemas aún por resolver, se me exigía sobreponerme. Tal cual, colocarme sobre mí misma, superarme, como si yo fuese mi primer problema a vencer. De repente comenzó a ser cada vez más común escuchar que había que ser resiliente. ¿Qué era esa nueva virtud que se me imponía, ahora que todo, inteligencia, esfuerzo y voluntad, habían fallado?
A grandes rasgos, la resiliencia se refiere a la cualidad de las cosas para recobrar el estado que tenían antes de experimentar algún tipo de estímulo. El concepto comenzó a utilizarse hace varias décadas en el campo de la física y la ingeniería para designar al fenómeno en el que los objetos “devuelven” la energía proyectada sobre ellos sin absorberla, a manera de rebote. Los ecologistas también echaron mano del vocablo para referirse a la capacidad de los ecosistemas para recuperarse después de haber sufrido una perturbación, natural o humana. Finalmente, la psicología popularizó el concepto definiéndolo como la capacidad humana de sobreponerse a las adversidades, echando mano de nuestra “fortaleza interior” para recuperar la integridad emocional y la eficiencia que caracterizan a individuos “sanos”, “normales”, “aptos”.
Así, la capacidad de reacción y adaptación se volvieron los valores de los últimos tiempos. No es casualidad. La modernidad es, después de todo, la era del individuo, del predominio de la razón, de la secularización de la vida. Conforme la evolución fue ganando terreno como explicación de nuestra existencia, la idea de la adaptación como un recurso de la inteligencia y cierta superioridad se nos volvió un argumento necesario, no sólo para distanciarnos de los animales, sino para distinguirnos de otros congéneres menos aptos.
Sin embargo, la capacidad de respuesta y adaptación tienen límites, y en sociedades tan complejas como las nuestras, en las que dependemos tanto de las acciones de otros, concretos o abstractos, cercanos o muy lejanos, nuestra capacidad de control sobre las situaciones es, por decir lo menos, limitada y hay que reconocerlo.
A pesar de ello –o, quizás, gracias a ello- vivimos en un sistema que nos hace pensar que las catástrofes que puedan acaecer sobre nosotros son, una de dos, riesgos inevitables o productos de pésimas decisiones personales. Vivimos entre la culpa y el azar, entre sentirnos demasiado ineptos para conducir nuestra propia vida y el “cuando te toca, te toca”.
Así, la pobreza, el desempleo, la violencia, la enfermedad nos son presentadas como problemas individuales con soluciones individuales que pasan por un cambio de “actitud”. El “échaleganismo” supone que el esfuerzo personal puede sobreponerse a todo y que, si no funciona, es por falta de voluntad y entereza. Cuando hemos aprendido a entender que los problemas sociales estructurales son en realidad “fracasos”, cosas que no le ocurren a personas “exitosas”, la solución parece estar en una especie de reseteo de la personalidad que nos disponga a seguir esforzándonos incansablemente. Hay que resistir y luego resistir un poco más. Hay que adaptarse, ser más hábil que las circunstancias, levantarse, ponerse nuevamente de pie y esperar el próximo impacto. Ser, pues, resilientes.
En culturas un tanto martirológicas como la nuestra, pensar la vida como una batalla épica contra la adversidad y el peligro es una narrativa que nos seduce, pero puede resultar contraproducente. Por un lado, la idea de que el peligro es parte intrínseca de existir, que la vida es un riesgo, puede ser verdad hasta cierto punto pero, sobre todo, es muy útil para un sistema poco dispuesto a protegernos. Por otro, repartir culpas y fracasos entre individuos, facilita que nos parezca normal que todo esté dispuesto para favorecer a unos cuantos a costa de una gran mayoría.
No es lo mismo reponerse de un accidente que de un fuego cruzado. No es lo mismo que un huracán inunde una casa a que la derrumbe porque la pobreza sólo dejó espacio para vivir sobre una ladera. No es lo mismo que un ser querido fallezca después de un largo tratamiento en una institución digna de salud a que muera desahuciado sin siquiera haber tenido acceso a ella. Todas estas situaciones implican pérdidas y duelos, pero no son equiparables. Las primeras son más o menos inevitables. Las segundas son resultado de acciones u omisiones humanas.
Nos estamos adaptando, sí, pero a las peores circunstancias. Creer que todo puede resolverse con voluntad nos vuelve tolerantes hacia la desigualdad, la privación, la injusticia. Aplaudir el “ingenio inagotable” de quienes deben hacer auténticas acrobacias para sobrevivir con lo mínimo, o depositar en la familia toda nuestra necesidad de protección y solidaridad, no sólo desvía y debilita la exigencia de bienestar social, sino que merma los recursos materiales y humanos de las familias para responder a situaciones de crisis.
El discurso de la resiliencia se ha colado en todos lados. Lo encontramos en la literatura de autoayuda, en diagnósticos académicos y hasta en los objetivos de los programas sociales. Asistir a las personas para aguantar los golpes se ha convertido en una política oficial justo ahí, donde no hay estrategia para prevenirlos. Ser resiliente se ha vuelto, incluso, en una especie de mandato, una nueva exigencia que se nos acumula en el “deber ser”.
Pero, sobre todo, el mensaje de la resiliencia se vuelve particularmente peligroso donde se esgrime como una salida ante la ausencia de derechos. No hay voluntad personal capaz de compensar aquello que se nos niega cuando no somos tratados como personas. No hay recuperación que nos deje como estábamos antes de ser discriminados, violentados o privados de lo que es justo y necesario. Nada de esto es inevitable y exige restitución.
No somos incansables. La imaginación no es el único límite. No todo es posible. Y no, no nos repondremos a todo. No tenemos por qué hacerlo siempre y no tenemos por qué hacerlo solos.
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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.
Twitter: @palomaparda