Por Mariana Pedroza

“La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar.”
Susan Sontag

Actualmente tengo en mi perfil una foto en la que salgo muy guapa. Sé, sin embargo, que es una foto en la que no me parezco tanto a mí misma y con la que definitivamente ésta, que escribe esto en este momento, ojerosa y recién levantada, no puede competir. No importa. Pocos esperan que compita. Es decir, es bien sabido por todos que entre la foto y la persona hay siempre una brecha, así como entre la representación y lo representado, la imagen y lo imaginado.

Detrás de cada fotografía hay una intención, una mirada. Muestra de ello es el sinnúmero de tutoriales que existen sobre la mejor forma de sacar una foto de Instagram: no hay casualidad, hay una planificación meticulosa para causar un impacto determinado. Se trata de un doble juego: las fotografías muestran, sí, pero al mismo tiempo ocultan, pues en la selección se quedan fuera muchos elementos tanto o más representativos de la escena que se pretende retratar. En palabras de Arnold Newman, afamado fotógrafo de celebridades del siglo pasado: «La fotografía no es algo verdadero. Es una ilusión de la realidad con la cual creamos nuestro propio mundo privado».

En ese tenor, me causa cierto escozor que se haya popularizado tanto el hashtag #SinFiltro. ¿Qué significa que una fotografía no tenga filtro? En principio significa, lo sabemos, que la imagen no ha sido alterada y se mantienen los tonos, luces y sombras de la foto original. Sin embargo, el solo hashtag #SinFiltro ya es un filtro, pues predispone la mirada, sin mencionar el filtro de las varias fotos tomadas antes que no salieron bien y no pasaron la prueba para ser subidas a la red, así como el filtro de haber seleccionado un momento y no otro, una escena y no otra. Todo retrato es una simulación.

En la era de la democratización de la imagen a la que pertenecemos, en la que prácticamente cualquiera puede tomar fotografías de lo que pasa a su alrededor, el registro visual de la cotidianidad se ha convertido en una forma de reafirmar nuestras relaciones, preferencias y estilos de vida. No es un asunto menor: si se requiere de la imagen para avalar aquello que somos, entonces más vale cuidar la imagen, a un grado exorbitante.

Recientemente, la Royal Society for Public Health del Reino Unido declaró a Instagram como la red social más nociva para la salud mental de los jóvenes, luego de realizar una encuesta a 1500 jóvenes de entre 14 y 24 años sobre el impacto emocional que tenían en ellos diferentes redes sociales. El estudio, que lleva por nombre Status of Mind, enfatiza en la envidia, la competencia, la inseguridad y, en general, la fantasmagoría que despierta el hecho de que todos suban fotos de vidas plenas y cuerpos estéticos.

Yo agregaría: no se trata sólo de la vida del otro y de cómo ésta deja a la nuestra entre las sombras, se trata también de la difícil tarea de parecernos a nosotros mismos; es decir, de hacer coincidir lo que creemos (o queremos creer) de nosotros con lo que proyectamos: ser veganos que parecen veganos, ciclistas que parecen ciclistas, enamorados que parecen enamorados.

Como dice Susan Sontag, hoy todo existe para culminar en una fotografía. Podríamos llevarlo todavía más lejos: hoy nada existe hasta que culmina en una fotografía. No nos podemos escapar de la constante edición que hacemos de nuestra propia vida, no sólo con fotografías sino, en general, con todo el contenido que producimos, los textos, los tuits, e incluso los recuerdos que, consciente o inconscientemente, decidimos guardar u olvidar. Sin embargo, convendría recordar de vez en cuando, por pura salud mental, que ésa es una realidad con filtro y que, fuera de ella, habitan versiones más complejas y contradictorias de nosotros mismos: cuerpos cambiantes, sentimientos ambivalentes y experiencias gratificantes que son, al mismo tiempo, irretratables.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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