Por Raúl Bravo Aduna
En México somos buenísimos para la fiesta. Por un lado, somos campeones de llevar un festejo hasta el extremo —el clásico “algo tranqui” que deviene en seguirla hasta las 6 AM de tres días después; por el otro, tenemos doctorado en encontrar motivos para festejar —que la graduación de tercero de primaria, que un triunfo de Corea del Sur sobre Alemania, que ya acabamos el primer párrafo de nuestra tarea de 15 cuartillas, etcétera. La cereza del pastel es cuando hasta celebramos que estamos a punto de celebrar algo; mejor todavía, cuando encontramos la manera de festejar que estamos festejando. Nuestras esferas políticas no son ajenas a estas dinámicas. Cada sexenio, en todos los niveles de gobierno (local, estatal, federal), con bombo, vanidad y platillo, se celebra la inauguración de algún megaproyecto que ahora sí viene a catapultar nuestro país frente al mundo.
¿Y cuál es el problema? Que, como estamos ya acostumbrados desde hace décadas, tanto festejo, celebración e inauguración se da a partir de obras que, en el mejor de los casos, van a medio camino y chance algún día serán concluidas; en el peor, la inauguración de la obra, con un avance del 17%, marcará tanto el principio como el fin de la misma. El corte de listón transmuta en el proyecto en sí. Su objetivo último se alcanza con el banderazo de salida, acompañado de la fotografía que servirá para adornar alguna primera plana de periódico. Cuanto más portentosa la obra en potencia, mejor. Al final del día, el “elefante blanco” es un animal rarísimo que basta con imaginarlo para satisfacer necesidades y propulsar carreras políticas —sino es que, más bien, mediáticas.
Vanidad de vanidades…
“…todo es vanidad”, sentencia el Predicador al mero principio del Eclesiastés. Todo cuanto hagamos, bajo esta perspectiva, termina por reducirse a impulsos propios, de mera satisfacción personal. “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol”, dice también el hijo del Rey David. ¿Pero cómo que no hay nada nuevo debajo del sol, Eclesiastés? Si a cada rato en México se inaugura la biblioteca más espectacular del planeta, la barda más sofisticada de América Latina, el tren más eficiente de la Tierra y la Suavicrema más deliciosa del universo. Todos ellos, megaproyectos muy nuestros que buscaban permanecer incólumes frente a las fechorías del tiempo. O, de perdida, que nos queden sus fotos inaugurando la inauguración de lo que nunca se va a inaugurar.
Y es que, en este sentido, esos megaproyectos olvidados, esos “elefantes blancos”, pretenden una inmortalidad bastante chafona, si somos honestos. “Comunican que”, como explica Claudio Lomnitz, “así como se ven de grandes y opulentos, sus dueños son todavía más extraordinarios […] suelen funcionar como una especie de prótesis, cuyo lujo y bizarría es proporcional al tamaño de los complejos de su dueño”. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Como el estudiante de prepa que después de cinco minutos de estudio se avienta el ahora clásico ahuevodescansito, el político autosatisfecho corta el listón en un espectáculo (entre más estruendoso, mejor) para decirle a nuestro país que aquí ya pasó algo y a otra cosa, mariposa.
Los elefantes blancos en la sala
Dice Lomnitz también que “una característica del elefante blanco es que, en el acto de maravillar, distrae”. Para eso sirven, también, las puestas en escena de las celebraciones para inaugurarlos a medio cocer. Son simulacros curiosos de lo que podría pasar si, de hecho, se echaran a andar presupuestos, políticas públicas y proyectos para la mejora común de alguna comunidad. Este ejemplo, descrito por Victor Leonel Juan, es iluminador:
Hilaridad causaba entre los habitantes de Xoxocotlán recordar que el alumbrado público de la vía de ese municipio, en la salida a Cuilapam fue inaugurada por José Murat. El día elegido para ese evento, llegó una planta de energía eléctrica que dotó la necesaria. El espectáculo fue aplaudido por la concurrencia y las fotos de rigor se tomaron. Concluido el acto, se fue el gobernador, tras él, la planta de energía. Y el boulevard se sumió nuevamente en la oscuridad. Pasó una década para que funcionara.
Así como en Xoxocotlán, vemos en nuestro país (sobre todo en épocas electorales) un sinfín de eventos que hacen como que ahí vamos. Como se está trabajando, o pretendiendo trabajar, hay que proyectar esos esfuerzos al electorado, no sin vanidad. “Decenas, cientos de obras inconclusas o inservibles, que sirvieron sólo para una foto”, por ponerlo en palabras del mismo Victor Leonel Juan. Más allá del acto mediático, ¿quién se hace responsable de la lana invertida en estos proyectos una vez que no concluyen? ¿Quiénes se hacen responsables de su falta de conclusión? ¿De qué nos sirve el álbum de estampitas de políticos cortando listones o agitando banderas?
El elefante austerito
Quejarse de actos simbólicos (la inauguración de algún proyecto antes de concluido) puede parecer injusto, si imaginamos, en buena lid, que serán terminados eventualmente. Y la realidad también nos dice, así como Diego Castañeda apuntaba aquí mismo, que a veces sale mejor cancelar algún megaproyecto en vez de tercamente llevarlo a su terminación, aunque el caldo salga más caro que las albóndigas. Pero también es cierto que en México somos campeones en coleccionar obras truncas y que rápidamente las olvidamos, al igual que se olvidan las fotos y espectáculos de sus inauguraciones.
La pregunta que subyace a toda esta discusión es, parafraseando a Shakespeare, para qué tanto ruido con tan pocas nueces. Quizá, antes de seguir inaugurando nuevas obras sin inaugurar, tendríamos que pensar colectivamente qué hacer con tanto elefante blanco deshuesado tirado a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional. Pero quizá es pedirle demasiado a nuestra clase política; peor aún, en una de ésas les da por buscar inaugurar, una vez más, esos proyectos que ya habían sido inaugurados y nos metemos en otro ciclo interminable de más ridiculeces.
Yo soy Ozymandias, rey de reyes
Cuando pienso en tanta mezquindad política y tanto derroche de recursos y de esfuerzos y de serpentinas y de retórica y de saliva, me viene a la mente el poema “Ozymandias” de Percy Bysshe Shelley (popularizado “recientemente” por un episodio de Breaking Bad). El poema, chiquito, es poderoso por sencillo. Se explica que en medio de un desierto vastísimo se encuentran dos piernas de piedra; al lado, un rostro hundido en la arena. No quedan más que vestigios de alguna grandeza pasada. Sin embargo, junto a esos escombros queda un pedestal en el que se pueden leer algunas palabras: “Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:/¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”. El chiste se cuenta solo, como remata el poema mismo:
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas.
Tal vez a nuestra clase política le faltaría reconocerse en esa humildad que es entender que el tiempo no perdona. La vanidad detrás de tanto proyecto condenado al olvido se triplica cuando todo queda en la fiestita para celebrar que algo viene. Si no, como decía mi padre, parafraseando también a Shakespeare pero con un lenguaje mucho más florido que el del poeta, todo acaba en un “tanto pedo para cagar aguado”. Y frente a eso, ¿qué se puede hacer?