Por Esteban Illades

Cuando uno piensa en el ITAM es inevitable pensar en el estereotipo: el laberinto de ratones en el cual se cría a las generaciones que terminarán en los puestos empresariales y políticos más altos del país. Incluso ahora, aunque haya quienes digan que el gobierno ha sido desitamizado en favor de funcionarios egresados de universidades públicas. Hay menos itamitas que antes, al menos en los reflectores, pero muchos se mantienen en las posiciones estratégicas de los sectores clave de gobierno.

Hasta cierto punto, el estereotipo tiene razón. Puedo afirmarlo porque yo estudié ahí durante la primera década de este siglo. Mis compañeros fueron hijos de gobernadores, de exgobernadores, de futuros presos, de futuros prófugos, de los empresarios más poderosos del país… vaya, de lo que conocemos en México como élite: de quienes influyen en la toma de decisiones. Muchos de ellos ya abarcan esos puestos de influencia: se han convertido en las famosas relaciones que tanto se presume a la hora de reclutar a futuros estudiantes. De entrar al ITAM, las conexiones llegarán por sí solas. Se abrirán puertas que uno no sabía ni que existían. Como cuando Homero Simpson descubre el baño ejecutivo de la planta nuclear.

Y es cierto: ése es uno de los grandes beneficios de la escuela (no el baño; nunca los baños, o al menos no hace una década).

El otro, sin duda, es la instrucción que ahí se recibe: gran parte de la planta docente es de la mejor del país; en carreras como Derecho –la cual yo estudié– ha habido hasta ministros de la Suprema Corte como profesores. En suma, el ITAM otorga dos de las herramientas más importantes para tener éxito en un país como el nuestro.

Foto: ITAM

Pero, como dijera el tío Ben a Peter Parker en una de las tantas versiones que se han hecho del Hombre Araña, un gran poder conlleva gran responsabilidad. Y en ese sentido el ITAM, como otros tantos centros de alto rendimiento –cof, cof, CIDE y Colmex–, ha hecho dos cosas sumamente mal. La primera es fomentar la idea de que si una escuela es de élite, los límites de la exigencia son maleables. Es decir, que esa línea entre exigencia y maltrato se puede cruzar sin mayor problema, porque se está formando a los líderes del futuro. Si no aguantan la universidad, cómo van a aguantar la vida real, es el razonamiento. Por ello, se sigue, qué más da si se maltrata a los alumnos. Así es la vida y prepárense, mazapanes.

Esa manera de ver el mundo es la que impera en generaciones de antaño. Estados Unidos, donde vivieron la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, Vietnam, y todos los demás conflictos bélicos posteriores, es el ejemplo más claro: los veteranos militares son los primeros en decir que en sus tiempos podían pasar 72 horas sin dormir en una trinchera mientras el Vietcong los atacaba por túneles subterráneos. Y sí, pero no porque ellos lo hayan vivido –y ahora romantizado– quiere decir que haya estado bien. Y menos quiere decir que todos estemos obligados a pasarla igual de mal que nuestros antecesores sólo porque ellos la tuvieron más difícil que nosotros y jódanse todos por igual. (Decía alguien en Twitter: aquí los boomers no iban a la guerra, votaban por el PRI.)

Y eso conecta con la segunda cosa: la falta de atención sicológica a los estudiantes. Aunado a la idea de que Esto es Esparta, a ningún alumno se le enseña a lidiar con esa cultura de estrés. Cuando uno llega a la universidad llega desorientado. Llega después de tomar una decisión que le han dicho definirá su vida entera: la elección de carrera. Y llega a un mundo donde los profesores se precian en mantener su reputación de cabrones, donde los de semestres arriba se precian de decir que ellos sobrevivieron y ustedes no, y donde compañeros se precian de decir que ellos sí aguantan, y tú no: vete en enero a la Ibero, como dice el dicho famoso ahí adentro.

Pero la atención sicológica vaya que es necesaria. No sólo porque en este semestre se ha llegado al extremo de tener suicidios de estudiantes –tres o cuatro, según diversas cuentas–, sino porque por crear a los mejores en sus campos no se está formando a los mejores seres humanos. Se está, en efecto, formando a los mejores ratones.

Foto: Twitter

Una foto me llamó la atención de todo lo ocurrido en los últimos días. Dentro de las múltiples imágenes que circularon del homenaje a la estudiante que se suicidó, hay una de un bote de basura que dice “pon aquí tus ‘medicamentos’ para rendir más”. Algo tiene que estar sumamente mal en la cultura escolar –y no sólo del ITAM, no nos ceguemos–, para que se nos haga normal incorporar drogas a nuestra vida diaria.

Dirán los de mi generación y los de generaciones anteriores que ellos pudieron aguantar, que ellos no necesitaban de nada para sobrevivir. Que qué débiles ahora.

Y pues sí, quizá no se metían Ritalin o Rivotril, pero bien que los bares de afuera del ITAM parecían la costera Miguel Alemán cualquier día de la semana. Lunes, martes, miércoles a cualquier hora. Antes era alcohol, ahora son medicinas. Pero la manera de lidiar con el estrés nunca ha sido sana.

Bien por los estudiantes que alzan la voz después de tantos años. Bien por la universidad que comienza a responder. La salud –incluida la mental– es un derecho humano. No se trata de ser “fuertecito”. Se trata de convertirse en un ser humano pleno, que pueda ser en efecto uno de los líderes del mañana. Porque ésa sí es una educación de calidad.

Con peras y manzanas estará de vuelta el 7 de enero. Felices fiestas.

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Esteban Illades

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