Por Raúl Bravo Aduna
Para casi cualquier persona interesada en videojuegos la imagen debe ser fácilmente reconocible. Llega el lanzamiento de un título que llevabas esperando por meses; probablemente, la continuación de alguna saga a la que le has invertido años, sino es que décadas. Digamos, como es mi caso, Assassin’s Creed. Apartas tu copia. Apuntas el día. Y le anuncias amablemente a tu novia que no vas a atender el celular por un rato. Pides pizzas o alitas y un refrescote de dos litros y medio. Una vez instalada la aplicación, es difícil saber cuánto tiempo se te va a ir jugando. Mi récord es de 35 horas activas en tres días; sin embargo, intuyo que debe ser un número bastante fresa en el agregado de entusiastas de los videojuegos. Al cabo de un par de semanas, completas el juego. Lo guardas. Regresas a una vida un poco más normal por algunos meses.
En ese sentido, me reconozco como adicto a una industria que ha sabido ordeñar nuestra atención mejor que ninguna otra; aunque, claro está, los algoritmos de redes sociales ocupan un poco digno segundo lugar en la escala. Vaya, no es de sorprenderse que existan campamentos de adicción a los videojuegos. Pero, incluso así, llama la atención lo agresivas de las medidas que China acaba de implementar para la prohibición de videojuegos, particularmente a menores de edad. Saltan por tres motivos principalmente: en primer lugar, por las razones que se están esgrimiendo para llevarlo a cabo; en segundo, porque parece ser sólo parte de una “estrategia cultural” mucho mayor; finalmente, porque parece contraintuitivo en términos económicos de gran escala. Y, sin embargo, todo parece indicar que estamos frente a un cambio tremendo que sin mayor problema puede llegar a impactar a todo el planeta.
¿Y de qué va la prohibición?
No es novedad que se prohiban ciertas prácticas y productos culturales en China. Tanto el Partido Comunista como el aparato gubernamental históricamente han buscado una “revolución cultural” que les permita “forjar” el tipo de ciudadano, de familia y de trabajador que mejor les convenga. Recientemente, apenas en 2019, se limitó el uso de videojuegos entre la infancia china a no más de hora y media diaria entre semana y a tres horas durante el fin de semana. ¿El argumento? Había una suerte de epidemia de adicción a videojuegos en el país que debía ser contraatacada. En aquel momento, curiosamente, padres de familia se quejaron al pensar que las restricciones eran demasiado laxas. El Estado trabajó de la mano de compañías de la industria—es decir, las sometió a inspecciones constantes—para asegurarse que los candados en línea estaban siendo implementados.
El cambio ahora es brutal. Queda prohibido, para menores de edad, jugar videojuegos entre semana, y sólo podrán dedicar una hora al día durante los fines de semana. En agosto pasado, un periódico estatal llamó a los videojuegos “opio espiritual” y, desde entonces, poco a poco se ha empujado una campaña nacional por tratar de evitarlos a toda costa.
Cuando pensamos en prohibición de videojuegos de este lado de la Tierra, vienen a la mente ideas del tipo “Vuelven más violentos a los niños”; sin embargo, en gran medida las restricciones de China ahora tienen más que ver con lo opuesto: según las autoridades están volviendo a los niños, varones, menos masculinos, más pasivos y con menores habilidades “útiles” para el país. Para decirlo mal y rápido, detrás de esta prohibición hay una “preocupación” del Estado porque sus trabajadores del futuro sean menos “capaces”.
Más allá de los videojuegos
Pero estos lineamientos van mucho más allá de los videojuegos. De hecho, estas restricciones se inscriben en una batalla mucho mayor que va en contra de los sistemas de celebridades de todas las industrias del entretenimiento. Parece que, en concreto, el Estado trae entre miras a los así llamados “fandoms”; particularmente, aquellos relacionados con estrellas del equivalente de TikTok en China y la música. En este aspecto, el gobierno pretende regular ciertas prácticas en línea relacionadas con el consumo de entretenimiento; por poner sólo algunos ejemplos, se habla de prohibir rankings de artistas, incorporar candados a la comercialización de mercancías y se ha empujado por un escrutinio público de los pagos (o evasiones) de impuestos de actores y actrices. Es decir, se trata de prácticas de control muy en línea con los orígenes del Partido Comunista y la Revolución Cultural de los años 60 y 70.
De hecho, a lo largo del mes pasado—y poquito antes de que se anunciaran estas prohibiciones—, distintos medios de comunicación, tanto del partido oficial como del gobierno, repostearon constantemente la entrada de un blog más o menos desconocido, de Li Guangman, en la que se proclama que China está por comenzar una muy profunda revolución. Ahí se habla que Estados Unidos, y Occidente, han contaminado a las juventudes chinas a través de un pilar de entretenimiento; por supuesto, promoviendo la exaltación de “maricones” y “niños bonitos” embobados por consumo vacuo, inútil, ridículo, que nada tiene que ver con buscar la grandeza de la patria. En suma, se anuncia una nueva época en China donde se irán haciendo a un lado esos opios occidentales del demonio que contaminan a sus juventudes, que lo único que hacen es fragmentar su poderío.
¿Y qué va a pasar?
La verdad es que estas restricciones suenan raras de saque. Por un lado, Tencent Holdings, una empresa de videojuegos china, dice que no le preocupa demasiado esta prohibición porque sólo el 2.6% de sus ganancias vienen de menores de 16 años. En ese sentido, no debería sorprender si estas regulaciones van escalando para abarcar a la población completa en el país. Ha pasado ya este año con otras leyes pasadas por China relacionadas con tecnología en general y criptomonedas en específico. Simultáneamente llama la atención el momento en el que llegan estas medidas: apenas en 2020 aumentó en 20% el tamaño del mercado de videojuegos en China, alcanzando 278,000 millones de yuans. Al ver la caballada contra esta industria en meses pasados, salidas de inversión en agosto han alcanzado 100,000 millones de dólares. O sea, las lanas que se mueven en este mercado no son menores.
Se antoja difícil que el resto del mundo siga los pasos de China. Sobre todo, porque hasta cierto punto los videojuegos parecen ser sólo un chivo expiatorio para algo mayor. Pero no está de más tener en consideración que es un país con la capacidad de desbalancear la industria que le plazca; por ejemplo, no es fortuito que Hollywood lleva años tratando de cumplir con los estándares chinos para obtener algo de la taquilla asiática. Igualmente, no se puede soslayar que este tipo de impulsos por prohibir suelen ser atractivos para una buena cantidad de partidos políticos en todo el planeta. Al final del día, se debe aceptar que los videojuegos representan un potencial problema de adicción, sobre todo para los más jóvenes, pero también son un refugio de distracción concentrada, de comunidad y de felicidad. Algún justo medio mucho más sensato se puede encontrar.