Por Esteban Illades
Han sido muchos los pronósticos elaborados por el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, respecto a la pandemia. En un inicio habló de 6,000 muertos como estimado; hace un par de meses definió como “muy catastrófico” que se llegara a 60,000. Cuando dijo esto último, aclaró, con razón, que todo dependía de diversos factores.
Y esa mezcla de factores nos tiene ahora en camino al escenario que él definió como “muy catastrófico”: en aproximadamente un mes cruzaremos ese umbral; en cuatro-cinco días habremos llegado a las 50,000 muertes.
Lo hemos dicho en múltiples ocasiones en este espacio. No hay nada que celebrar. No hay manera de definir como exitoso lo que ha sucedido. Porque si bien se evitó un tipo de colapso, el desbordamiento de los hospitales, no se evitó otro, aquel que nos va a afectar durante al menos una década.
Porque no sólo se trata de muertos. Se trata de contagios que no se pueden detener. De una enfermedad que puede dejar a alguien con secuelas permanentes. Y de todos los efectos asociados a esta emergencia, que día a día vemos cómo son peores.
Aquí es donde vendrán los merolicos a decir que hay países en una situación más difícil. Que miremos a Estados Unidos, que nos comparemos con Brasil. Aparecerán los que nos engañen con cifras para decir que no estamos taaaaan mal. O los que se escudan diciendo que el problema es del mundo entero.
Estos últimos tendrán un poco más de razón: cada uno de los países del planeta deberá lidiar con el problema interno que les dejó –y en casos como el nuestro sigue dejando– la pandemia del coronavirus.
El problema es que a México le irá mucho peor que a gran parte del mundo. Porque la pandemia traerá consigo problemas de largo plazo, que tardaremos años, si no es que décadas, en erradicar.
El primer problema es el obvio: la pandemia misma. Ya se habla de una segunda o tercera ola en otras partes del mundo, mientras que en México no hemos salido siquiera de la primera. En la capital ya había disminuido la ocupación hospitalaria –la medida a la cual el gobierno se aferra para determinar casi toda su respuesta al problema–, y ahora aumenta otra vez.
El resto del país tiene contagios nuevos, municipios que se enfrentan a la enfermedad ahora. El virus apenas se esparce por rincones a los que no había llegado –esos famosos “municipios de la esperanza” ya no son tal; llega a las poblaciones más vulnerables de todas.
También tenemos aquellos contagios que amplifican la transmisión a raíz del relajamiento social. Por las reuniones –mejor escenificado, imposible, por los futbolistas que semana con semana dan positivo por asistir a fiestas de cumpleaños y convivios–, o por las vacaciones que cada día más gente toma a lo largo del país –la foto de la caseta de Cuernavaca de ayer es para ponerle los pelos de punta a cualquiera–.
Pero, al mismo tiempo, tenemos contagios porque para un sector social bastante grande la vida sigue. No se puede vivir sin dinero, y la mitad del país se lo gana al día. O se morían de una cosa o se morían de otra y no hubo nunca manera de que el coronavirus se redujera de manera significativa en México.
(No sé cuántas veces hemos escrito esto en las últimas semanas, pero será necesario recalcarlo hasta que en verdad veamos una disminución de contagio. Nunca se ayudó a quienes se tenía que ayudar. Se les obligó a salir a la calle a ganarse la subsistencia. Que el contagio esté donde esté se debe, en gran medida, a la negligencia gubernamental.)
El segundo factor es el económico. El Producto Interno Bruto de México caerá de tal manera que la economía tomará, según los expertos, al menos una década en regresar al nivel que tenía en 2018. Serán, literalmente, 10 años perdidos. Millones de desempleados o subempleados; millones orillados al trabajo aún más informal que el que tenían –¿porque cuántas empresas, desde antes de la pandemia, daban en realidad lo establecido en ley? Seamos honestos–.
Una caída tan grave del Producto Interno Bruto que no tenemos idea de sus consecuencias: ni 2008, ni 1994, ni 1982 se asemejarán a lo que viene.
(Habrá quien trate de engañar con números, pero he aquí lo cierto: si medimos el PIB mexicano como el estadunidense, el nuestro cayó 53% mientras que el de ellos cayó 33%; que los charlatanes de redes no los confundan. Es una catástrofe y punto)
Luego vendrá un tercer factor, que será mucho más importante a partir del 24 de agosto, fecha oficial del regreso a clases: el educativo.
Debido a la pobreza habrá niños que no sean ni reinscritos al ciclo escolar, o que aunque tengan un lugar no se presenten a tomar clases. Esos mismos niños perderán los alimentos que cada mañana se les da en las escuelas y que son fuente básica de su nutrición. No se desarrollarán físicamente igual que otros niños; tendrán, entre otras dificultades, mayores problemas de aprendizaje que sus pares.
Serán generaciones perdidas. Los únicos que más o menos la librarán –y eso con ciertas salvedades, porque la escuela en línea no suple ni de cerca la escuela presencial– serán quienes puedan costear educación privada. Menos, también, que en años anteriores.
Eso sin contar, claro, la cuestión de conectividad. Porque quien sí quiera tomar clases deberá enfrentar un reto más, ya que volver al salón será posible por lo menos hasta 2021, si acaso –pensemos que hay escuelas en este país que ni agua corriente tienen, y lo más importante para enfrentar el coronavirus es lavarse las manos. Ese reto será la conexión a internet. Por más que se diga que el país entero es territorio de una marca, ese internet es muy precario. Hay quienes ni computadora o celular tienen, y si acaso logran algún tipo de acceso a alguno de los dos, la conexión dejará mucho que desear. Tomar clases en línea, en tiempo real, requiere de una infraestructura que no existe en grandes pedazos de México.
Y los maestros. Habrá los que renuncien, con razón, porque se les exige demasiado. Porque no se les compensa la carga que tendrán que llevar en estos meses, misma que aumentará cuando deban regresar a las aulas con la enorme posibilidad de contagiarse.
El covid-19 es más que una enfermedad. Es la peor crisis que enfrentaremos en nuestras vidas. Sus secuelas quizás sean mayores de lo que alcanzamos a ver ahora.
Protejámonos. No es un juego. Vamos directo a la catástrofe y no lo queremos aceptar.
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