Por Esteban Illades

Desde hace semanas, el gobierno federal anunció que el presidente Peña Nieto visitaría la ciudad de Reynosa, en Tamaulipas, para inaugurar una obra –de las cosas que más hace o le gustan hacer–. El Estado Mayor –encargado de protegerlo– se coordinó con autoridades locales. Todo estaba planeado para una visita exprés, de no más de unas horas.

Y, de repente, se canceló. El gobierno dijo que la visita nunca se había confirmado, que sólo era una propuesta. Sin embargo, el mensaje ahí quedó: el presidente de la República, titular del Ejecutivo, comandante supremo de las Fuerzas Armadas, había cancelado una visita a Reynosa, una ciudad que lleva muchos años formando parte de la lista de las más violentas del país; de hecho horas antes se reportaron balaceras y ejecuciones en la zona.

(No por nada Reynosa es conocido por el hecho de que es muy difícil saber qué sucede ahí; muchos de los medios, por seguridad, prefieren no reportarlo, al grado de que en muchas ocasiones han sido las redes sociales las que dan visos de la realidad a nivel tierra.)

Que un presidente no pueda visitar partes del país no es nuevo. En este sexenio, el propio Peña Nieto tuvo que esperar meses para poner pie en Iguala tras la desaparición de 43 estudiantes; en parte por la esperada reacción de la gente y en parte porque no se podía garantizar su seguridad ante los grupos delictivos que controlaban y siguen controlando la zona. Cuando finalmente fue, asistió a un acto militar, rodeado del Ejército mexicano.

El presidente Calderón, cuando visitó Acapulco, cosa que hizo en más de una ocasión, se quedó también en instalaciones de las fuerzas armadas. En parte para dar un mensaje, en parte por seguridad.

¿Qué tiene de relevante esto? Muchos dirán que hay partes en todo el país, incluida la Ciudad de México, en las que uno sabe que no hay que poner pie si no se quiere exponer de a gratis. Pero pues ése no es el punto. Lo que se ve, en casos como éste, es la falta de Estado en partes importantes del territorio nacional.

Esa falta existe desde hace mucho, y hay gente que tiene que vivir con ella día con día –un caso reciente: en Chilpancingo, Guerrero, todos los policías municipales están acuartelados desde hace semanas porque se les investiga por participar en la desaparición forzada de varios jóvenes–. Pero lo que muestra esta imagen del presidente que no puede ir a Reynosa es aún más fuerte: nadie está seguro en el país. Ni la persona con el mayor poder –nominal– en materia de seguridad. Vaya, quien debe liderar y decidir en temas de seguridad nacional.

Y no es poca cosa. En México tendemos a olvidarnos del contexto inmediato o de los eventos anteriores, porque siempre hay cosas peores en el día a día que tapan lo que ya de por sí es indignante. La masacre de San Fernando, en la que fueron brutalmente asesinados más de 70 migrantes parece algo del siglo pasado. La desaparición de los 43 estudiantes igual. El Casino Royale ni quien lo recuerde. No se diga de otros tantos eventos cuyas muertes no llegaron a un número tan alto como para que se le diera un nombre a lo sucedido.

Quizás es por eso que los 33 cráneos que aparecieron en Nayarit hace unos días hicieron que pocos movieran si quiera la ceja. Quizás es por eso que lo del presidente no pase de un ridículo del cual se hagan memes.

Pero en esta normalización de la violencia y del precario estado en el que vivimos es que perdemos la perspectiva. Por eso es que se hacen chistes de las tragedias –más allá de la típica y sosa justificación de que “al mexicano le gusta reírse de la muerte”–, para aligerar y olvidar la carga de lo que es vivir en un país que desde hace años está destrozado, y cuyo gobierno subsiste en los niveles mínimos que permiten que los servicios básicos –y sólo en algunos casos– funcionen.

Todo esto puede seguir pareciendo el cuento de una tierra lejana, de un lugar que no conocemos; Reynosa podría ser Narnia para algunos. Para los candidatos a suceder al presidente Peña Nieto, bien que lo es, incluso para el que dice haber recorrido la república entera más de una vez. Entre ellos se recetan medicinas, se hacen chistes de papás (“es el candidato de acero, porque es de ‘a cero votos’”, por ejemplo) y en general se la pasan bien.

Reportan bloqueos en Reynosa, Tamaulipas

Como si no estuvieran en la lucha por liderar un país en el que los expertos pronostican que la espiral de violencia no bajará de manera significativa por lo menos hasta mediados de la próxima década, si bien nos va. Como si fueran candidatos a presidente de su propio México, diferente al de los otros 128 millones de habitantes.

Que Enrique Pela Nieto no pueda visitar una ciudad es grave. Que no sepa explicar por qué, de manera convincente, es peor. Y que nos parezca normal, a los candidatos y a los ciudadanos; o peor, que ni nos importe, es tal vez lo más preocupante.

México tiene territorios sin gobierno y sin Estado. Para efectos prácticos, hay regiones que bien podrían clasificar como estados fallidos: la autoridad no está en manos de los funcionarios, el territorio tampoco y los servicios no se proveen.

Exageración, se dirá. Pero en Baja California, Baja California Sur, Chihuahua, Colima, Guerrero, Tamaulipas y Veracruz, por lo menos –7 de 32 entidades– estas condiciones se pueden cumplir sin problema. Dentro de ellas hay hasta capitales, como Chilpancingo, que para efectos prácticos no tienen ley.

Ese México también es nuestro, aunque queramos jugarle al avestruz.

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Esteban Illades

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