Por Raúl Bravo Aduna
Uno de los anuncios previos a las elecciones de junio pasado que más llamaron la atención fue el del gobierno federal sobre una posible reforma fiscal en México hacia el segundo semestre de 2021. Incluso, en marzo se instaló formalmente un Grupo de Trabajo para la Transición Hacendaria en la Cámara de Diputados. Su propósito era articular, antes del 15 de agosto, un proyecto de reforma fiscal para fortalecer los ingresos del Estado. La noticia llamó la atención, principalmente, por dos motivos. Por un lado, parecía extraño que el presidente López Obrador pretendiera una reforma de ese tamaño después de las elecciones; obviamente, a sabiendas que la configuración del Congreso Federal ya no le resultaría tan ventajosa. Por otro lado, sorprendió que se pusiera sobre la mesa una reforma fiscal que no contemplara un aumento de impuestos o una redistribución de su gasto.
En ese sentido, la reforma tal vez funcionaría, sencillamente, para eficientar procesos al interior del SAT para que costara menos cobrar impuestos.
Sin embargo, entre las decisiones que parece que se toman desde la mañanera, el presidente anunció esta semana que ya no será necesaria una reforma fiscal este año. Como casi todo en este sexenio, la lógica detrás del cambio se debe a que sólo se necesita seguir combatiendo a la corrupción y seguir implementando la austeridad republicana insignia de esta administración. Además, desde su perspectiva, México cuenta con finanzas sanas que, acompañadas de la recuperación económica proyectada para 2021, serán suficientes para sortear su plan de desarrollo de aquí a 2024. Y, vaya, no lo dijo, pero con este cambio se evita tener que echarse en contra a una buena parte del electorado que detesta cualquier cosa que se acerque a un aumento de impuestos.
¿Una oportunidad desperdiciada?
La llegada de la 4T al poder en 2018 le dio muchísima esperanza a un muy alto porcentaje de la población. El discurso histórico de “Por el bien de todos, primero los pobres” hacía creer que, en efecto, se pondría completamente al centro de la programática de gobierno, políticas públicas y reformas un genuino interés por mejorar las condiciones de vida de una mayoría de la población que en nuestro país apenas y logra sobrevivir al día. La ocupación en Secretarías y Subsecretarías por los perfiles más técnicos y económicos de Morena —como Carlos Urzúa, Gerardo Esquivel, Graciela Márquez— hicieron suponer que el gobierno del presidente López Obrador podría intentar llevar a cabo la reforma fiscal que, desde hace décadas, le hace falta a México. Sobre todo, porque se llevó el carro completo en esa elección para poder hacerlo: diputados, senadores y Ejecutivos estatales.
Sin contemplar, además, una suerte de voluntad política generalizada en buena parte del país; ganas de ver cómo podría operar un proyecto diferente al de las últimas décadas.
Una reforma fiscal como la que necesita México, sin duda, tiene que pasar por un aumento de impuestos. Y eso es lo que hace que le dé terror a cualquier político intentarlo. Pero nuestra base tributaria es tan escueta y tan endeble, que los recursos para impulsar a un país como el nuestro no salen simplemente de dejar de gastar más en nimiedades como el papel (en el mejor de los casos); asimismo, no pueden recortarse de la revisión y mantenimiento de infraestructura (en el peor). Se debe reestructurar nuestro sistema fiscal para que paguen más impuestos quienes más tienen y para que, simultáneamente, esa lana se gaste en programas que beneficien a quien con menos oportunidades se enfrente a la vida.
Enamorados del modelo incorrecto
Por décadas han predominado dos mitos sobre el crecimiento y desarrollo económicos en México. Hasta cierto punto, más allá de pactos en lo oscurito, desfalcos al erario o falta de interés en cambiar algo, explican por qué llevamos tantas décadas estancados. El primero, llamado “economía por goteo” (o trickle-down económico), tiene que ver con la idea de que se debe beneficiar lo más posible a las corporaciones más ricas en un país. Recortarles impuestos, otorgarles subsidios, etcétera. Logrado eso, los crecimientos privados eventualmente salpicarán o derramarán al resto de la población, a tal grado de que se mejoren las condiciones de vida de todas las personas en una sociedad impulsada por estos estímulos. ¿El problema? La realidad es que esas corporaciones beneficiadas, por lo general, buscan explotar esos beneficios aún más, sin nunca realmente transferir esa bonanza a las demás personas en la línea de producción.
El segundo mito tiene que ver con que se debe establecer cierta competitividad fiscal para que la inversión en un país no busque alternativas “más baratas” (como es lo que sucede con paraísos fiscales). Entonces, lo que se promueve es que haya impuestos bajos para que se vuelva un territorio atractivo a la atracción de capitales. ¿Y cuáles son las broncas de esto? En general, van por dos lados: 1) rara vez una empresa solamente busca estímulos fiscales; de hecho, importa más la calidad de la mano de obra especializada, la infraestructura de la región y la interconexión con otras empresas e industrias; 2) igualmente, no se puede hacer a un lado el hecho que son empresas que se llevan recursos públicos para su producción; por ello mismo, lo menos que se puede esperar es que contribuyan al mantenimiento de infraestructura y servicios del Estado.
Para quien tenga curiosidad y tiempo, el economista Carlos Brown explica ambos fenómenos con mucha calma y muchísima claridad aquí y acá.
Impuestos a las mega multinacionales
Los ministros de Finanzas del G20 (el grupo de los 20 más fresas del mundo) aprobaron apenas ayer en Venecia, Italia, un acuerdo que los medios de comunicación andan tildando de “histórico”. Decidieron que se impondrá un impuesto global generalizado a las multinacionales. Va a entrar en vigor en 2023 y buscará poner un piso parejo para la captación de inversión frente a paraísos fiscales. El proyecto se había preparado desde la OCDE, contemplando a más de 130 países y jurisdicciones (México incluido), y estableciendo el límite bajo de impuestos en 15% para mega corporaciones que cruzan fronteras.
La idea detrás de todo esto es crear lo que llaman una arquitectura tributaria global, más estable y más justa que pueda sobrevivir a lo largo del siglo XXI. Uno que arranca con emergencias y catástrofes globales que nos han demostrado la importancia de contar con recursos públicos para hacer frente a las crisis. Poniendo todo esto sobre la balanza, honestamente parece derrota que en México se haya decidido frenar, al menos por un año, la posibilidad de hacer esto mismo en nuestro país, al que tanta falta le hace.