Por Raúl Bravo Aduna
Las últimas semanas han sido un laboratorio en tiempo real interesantísimo para ver cómo funcionan las criptomonedas. O, lo que es lo mismo, hasta cierto punto por qué es que no pueden realmente funcionar en economías como las nuestras en el largo plazo. En una lapso de una semana vimos movimientos bruscos y brutales entre estos activos; particularmente, Bitcoin y Dogecoin han estado en el foco público. La criptodivisa del perrito lleva un año de locura. Comenzó enero valiendo poco más de 3 centavos de dólar, para alcanzar 72 centavos apenas el 8 de mayo pasado. Un chiste mal contado en Saturday Night Live le costó 30% al valor del meme convertido en instrumento. Algunos días más tarde, un cambio de opinión pública hizo lo propio con Bitcoin, tumbándole 13%. Pero, paralelamente, muy literal un par de memes en Twitter le devolvieron la vida a Dogecoin.
Esta semana de carnaval para las criptomonedas se vuelve todavía más interesante si consideramos que todas estas oscilaciones han dependido en buena medida de las formas en las que una persona ha sabido movilizar a su base de seguidores, marear a medios de comunicación y convertir a sus empresas en armamento financiero en cuestión de horas. Por supuesto que hablo de Elon Musk, el excéntrico titán de la industria aeroespacial y los pagos digitalizados, y su fascinación pública con la cripto del perrito, misma que ha logrado desestabilizar mercados completos a su volición. O, para decirlo como es debido, para especular de manera pública y masiva con los precios de activos de los que realmente nadie puede explicar su valor.
¿Pero cómo fue que llegamos a un punto en el que una persona tiene tanta agencia sobre varios mercados financieros completos? ¿Esto qué puede significar para el futuro de Dogecoin, Bitcoin y otras criptomonedas?
¿Pero qué son las crioptomonedas?
A veces parece más fácil definir a las criptodivisas en función de lo que no son; más bien, quizá, en función de lo que no hacen. A grandes rasgos, se supone que son medios digitales de intercambio a partir de encriptaciones fuertes que buscan asegurar las transacciones y poner candados a la creación de unidades adicionales. Para decirlo mal y rápido, son algoritmos, pedazos de código, que podrían funcionar como dinero. Lo que las aparta del dinero fiat—papel moneda que está respaldado por una autoridad o banco central en términos del valor que tienen—es que de alguna manera se regula entre pares, más allá de sus reglas básicas en cuestiones de programación y distribución. De entre las criptomonedas que existen actualmente (en Coinbase se pueden comprar 50 tipos, pero hay miles), Bitcoin es la más popular, la más sólida y, por supuesto, la más conocida.
Aunque salió al mercado en 2009, desde los años 80 se empezó a proponer la posibilidad de una moneda digital universal que no dependiera de autoridades centrales para ser validada; sin embargo, requieren de un sistema blockchain para contabilizarse y distribuirse. Lo curioso es que muy rápido comenzaron a dejar de funcionar como dinero “real”: el costo de las transacciones y la escasez y topes de las criptomonedas han hecho que sea casi imposible siquiera pensar en su uso generalizado. Por ello, poco a poco los distintos comercios que las solían aceptar han dejado de hacerlo. Simplemente, es demasiado complicado (y costoso) usarlas como dinero corriente; de entrada, ni siquiera puede distribuirse con la velocidad del dinero que usamos actualmente. Pero, entonces, si no funcionan como lana, ¿qué sí hacen?
La burbuja y sus problemas
Los expertos en la materia no han sabido responder a esa pregunta con contundencia. A pesar de que hay cierta “esperanza” por que las criptomonedas eventualmente puedan servir de algo, por el momento no parecen ser más que instrumentos y vehículos financieros de inversión. Es decir, sirven para especular sobre sobre su eventual valor, más allá de sus precios actuales. Hasta cierto punto, funcionan en la medida que haya burbujas de apuesta a futuro: mientras haya gente comprando y minando estos activos, sus precios aumentan sin saber realmente por qué o para qué. Por decirlo burdamente, son como el terrenito perdido en medio de la nada que alguien compra para ver si en 20 o 30 años adquiere un valor por encima del precio de compra. Pero, al momento, sirve de muy poco… o nada.
No es menor que uno de los picos más considerables de precio de Bitcoin se debió a transacciones fraudulentas de especulación en 2013. Con intercambios que no podían ser realmente rastreados, se encontró que dos traders pudieron mover millones de dólares en criptomonedas sin utilizar dinero real. Solamente, duplicando transacciones. Esto devino en un aumento de 150 a 1,000 dólares en más o menos 50 días. Al no haber un banco central respaldando el valor de estas “monedas”, su volatilidad está sujeta a este tipo de movimientos bruscos. Muy similar, por ejemplo, a lo que ha sucedido estos días con Dogecoin y Bitcoin. Más que un modo de intercambio de servicios y valores ha quedado claro que son instrumentos de inversión que dependen de la especulación de su valor. ¿Cuál es el problema de esto? Que al ser mercados delgados, son altamente susceptibles a la manipulación artificial.
¿El rey va encuerado?
Si una persona, como Elon Musk, tiene la capacidad de sacar y poner en juego miles de millones de dólares en las criptomonedas de su antojo de la semana, puede desequilibrar los precios con relativa facilidad. Lo curioso es que, si no tienen ningún tipo de uso (como el anuncio de que Tesla ya no aceptaría Bitcoin), las criptomonedas acaban siendo poco más que artículos de colección. Y su valor puede caer en cualquier momento que la mayoría de las personas que las tengan simplemente vayan decidiendo que ya no les interesa guardarlas. Su única función, al momento, es que sigan aumentando de precio. No se han consolidado como dinero fiat de uso comercial o como paraísos digitales lejos de mercados. Al final, para que las criptomonedas funcionen como prometen tendrían que desplazar al dinero de los bancos centrales. Algo que se ve altamente improbable.
Curiosamente, el éxito de Bitcoin y de otras criptomonedas es lo mismo que hace imposible que se puedan sostener en el largo plazo, en sus propios términos. No pueden cumplir sus promesas de sustituir al dinero común. Por ello, aunque bancos centrales del mundo han querido producir sus propias monedas digitales, los diseños hasta ahora no dejan de ser un simple canal de pago y distribución, no muy diferente a lo que ya hacen los bancos privados en sus aplicaciones digitales. En ese sentido, las criptomonedas parecen ser un negocio buenísimo de inversión… hasta que dejen de serlo; que lo mismo puede ser mañana, la próxima semana o en 10 años. Por lo mismo, sólo se recomiendan como instrumentos a quien pueda darse el lujo que su dinero se vuelva un rotundo 0, en un día cualquiera y sin previo aviso.