Por Raúl Bravo Aduna
A principios de junio la situación en México por la pandemia que vivimos parecía mejorar un poco después de año y cacho de emergencia sanitaria. Los casos diarios disminuían. Asimismo, los decesos reportados se encontraban relativamente bajos. Y los esfuerzos por vacunar a la población adulta en nuestro país marchaban a pasos acelerados. Además, el verde del semáforo epidemiológico tapizaba a la mayoría de los estados. Los cierres y confinamientos comenzaban a relajarse e, incluso, los niños regresaron a las aulas en un primer ensayo de reapertura del sistema de educación.
Aunque la crisis, se sabía, no estaba superada, comenzaba a haber algún dejo de esperanza de que la situación generalizada sería un poco mejor. Después de 15 meses de cierres y encierros, de 15 meses de incertidumbre y fatiga, quizá podría haber un poco más de tranquilidad para los mexicanos, para empezar a pensar cómo salir del boquete en el que estamos.
En ese contexto, no sorprendió demasiado que Hugo López-Gatell, subsecretario de Salud y encargado de llevar la estrategia de la pandemia en nuestro país, anunciara el final de sus conferencias vespertinas sobre covid-19 para pasar a un “nuevo esquema de comunicación”. Después de sortear una segunda ola de contagios particularmente ominosa y con unos 5 meses de tendencia a la baja, tal vez parecía una buena idea; particularmente, si pensamos que en muchos sentidos nosotros, como población, también ya estábamos hartos de ese ejercicio de supuesta rendición de cuentas.
¿Y hoy dónde estamos?
Pero a mes y medio de ese cambio simbólico de etapa en la pandemia, las cosas no se ven tan esperanzadoras ahora, en la medida que la variante delta del virus vuelve la transmisión del mismo más eficaz y veloz; igualmente, mientras vemos cada día repuntes en los casos y en los decesos confirmados. Por poner un ejemplo, a finales de mayo se registraban alrededor de 1,300 contagios y 50 decesos por día; al 24 de julio , se contabilizan más de 15,000 casos nuevos y más de 350 muertes diarias. Lejos, muy lejos, estamos de haber domado a la enfermedad. Y, aunque la vacunación avanza, por el momento no parece que la tendencia vaya a cambiar.
Precisamente en medio de esta tercera ola de contagios, López-Gatell anunció apenas hace unos días que en respuesta a la pandemia ya no habrá cierres totales de la economía y de actividades públicas en México, particularmente en el sector educativo; incluso, si una entidad se encuentra en rojo en el semáforo epidemiológico. Éste también cambiará para privilegiar las actividades esenciales de cada entidad y evitar cierres de actividades que impliquen poco riesgo de contagio; en ese mismo sentido, el color del semáforo cambiará en general dependiendo de las tasas de casos hospitalizados y de mortalidad por 100,000 habitantes, y no solamente por porcentaje de camas disponibles.
Para decirlo mal y rápido, la estrategia del gobierno federal para el manejo de la pandemia parece buscar evitar escalar dos crisis que han acompañado al covid-19 desde abril de 2020 y que podrían ser de muy largo aliento: la educativa y la económica. Descartar los cierres totales se explica bajo esa lógica.
Lo que la pandemia nos dejó
Los cierres y confinamientos generalizados a lo largo de los últimos 15 meses en México han dejado consecuencias de largo plazo que aún ni siquiera podemos comenzar a medir. Son muchísimos los aspectos trastocados por el covid-19 y que quizá nunca podrán ser recuperados, pero sobresalen particularmente los problemas que enfrentamos y enfrentaremos como nación en términos de rezago educativo y movilidad social, acompañados por una crisis de salud mental de la cual no conoceremos sus verdaderos efectos hasta dentro de varios años, derivados de un encierro extendido.
Los empleos perdidos y la precarización laboral, de por sí problemas perpetuos en nuestro país, se encuentran al centro de la discusión sobre los efectos económicos de la pandemia. Pero, más allá de los datos y las estadísticas, aquí es donde sufrimos a nivel de calle: cuántas familias apenas pueden sobrevivir por recortes a sus ingresos, sino es que de la destrucción total de los mismos; cuántos micro, pequeño y mediano empresarios han tenido que bajar la cortina porque sus inventarios, sus gastos y sueldos no aguantaron los cierres económicos (más de 1 millón, por cierto); en qué medida apenas empiezan a recuperarse todas esas personas que llevan más de un año en desesperación absoluta.
¿Y qué decir de los millones de niños y jóvenes que han perdido sus pocos espacios de socialización en la escuela? O que apenas pueden tratar de aprender algo, lo que sea, pegados a una televisión, sin el acompañamiento indispensable en el proceso de enseñanza-aprendizaje que debe ser mediado por profesores, asesores y pares. Sin descontar, por supuesto, a la cantidad de familias que apenas y pueden seguir conviviendo completas hacinadas en un espacio que se encuentra lejos de ser ideal para el trabajo y el estudio. ¿Cómo será el desempeño de esos alumnos a largo de su vida?
El futuro que aún no se acaba de dibujar
Muy a principios de la pandemia, hace más de un año, el New York Times juntó a varios historiadores de la salud para tratar de saber cómo es que una epidemia suele terminar. Básicamente, hay dos opciones: o la medicina le gana a la enfermedad o la gente se harta y le pierde el miedo, con los resultados que bien podemos imaginar. Parece que hoy estamos en un punto intermedio entre ambas opciones. Los programas de vacunación avanzan, hemos aprendido algunas formas adecuadas de evitar el contagio y de sobrellevar la enfermedad, pero al mismo tiempo es cierto que ya hay un hartazgo generalizado que no puede obviarse. En ese sentido, excluir a los cierres totales del abanico de opciones para manejar la emergencia sanitaria no se siente del todo descabellado. Sin embargo, al menos en nuestro país, no hay todavía una alternativa de estrategia real a los confinamientos generalizados.
Es fundamental pensar en el bienestar socioemocional y el desarrollo educativo de los niños y jóvenes de México; asimismo, cuidar los ingresos, de por sí endebles, de las poblaciones más vulnerables de nuestro país. Dejar de pensar en cierres totales parece ir en esa dirección, sobre todo si aceptamos de una vez por todas que el covid-19 no desaparecerá de nuestro mundo en el mediano plazo. No obstante, no puede ser a costa de las vidas de seres humanos ni tampoco sin protocolos y políticas públicas bien formuladas. En ese bache nos encontramos.