Por Esteban Illades

(Advertencia: este texto contiene spoilers de El Guasón.)

La película de moda se estrenó este fin de semana en la cartelera mexicana. Joker, El Guasón y supuestamente El Bromas en España –falso–, llegó a nuestros cines después de ganar el León de Oro en Venecia y después de desatar una conversación en Estados Unidos sobre si debe ser vista o no por los supuestos mensajes que maneja; sobre todo en una cultura en la que los “tiradores solitarios” se han vuelto tan comunes.

Más allá del Guasón mismo y su historia de origen –la cual da pie, en particular, a una discusión sobre la salud mental de las personas–, vale la pena tratar otro de los temas centrales de la película, que cae dentro de la esfera de atención de este espacio: la guerra de clases y el resentimiento hacia el sistema financiero y social que nos rige.

Vale la pena repetir que quien no haya visto la película encontrará spoilers en las siguientes líneas.

El Guasón de esta versión tiene problemas mentales. El origen de ellos se debe a dos motivos; abuso por parte de su padrastro y herencia genética de su madre. Eso lo deja claro la película al grado de machacarlo. Pero estos problemas se agravan, a su vez, por dos cosas: la primera, el recorte al sistema de salud de Ciudad Gótica, que elimina el programa a través del cual Arthur Fleck –su nombre verdadero– recibe terapia y medicinas. En una ciudad que enfrenta grandes problemas, como la huelga de los recolectores de basura, crimen en las calles y desempleo masivo, las autoridades deciden que lo primero que puede cortarse es la red de seguridad social. Obviamente, y esto lo subrayan tanto personaje como trama, si a quienes están al borde de la nada se les corta la red que los sostiene, el resultado es que la crisis por la que se atraviesa sólo se hace mayor.

El segundo motivo es la desigualdad social, cosa que también explica con palitos el guión de Todd Phillips, quien también dirigió la cinta. El punto de inflexión, en el que Fleck se convierte en El Guasón, sucede cuando tres yuppies –mirreyes, en habla actual– lo golpean de forma salvaje cuando él no puede controlar su risa, una condición médica. Los mirreyes, que después se dice trabajan para el conglomerado de Thomas Wayne, son la encarnación del mal actual: sólo actúan conforme a sus impulsos y se sienten los dueños del universo. El dinero les da permiso de hacer menos al resto de la sociedad. Por lo tanto, Fleck, quien ya lleva un largo historial de maltrato por parte de los ciudadanos de Ciudad Gótica, los mata en un arranque de ira. Si él no les pone un alto, nadie lo hará. Es tomar las armas y defenderse a sí mismo porque ni la policía ni la autoridad harán algo por uno. Al contrario, lo investigarán por intentar imponer su propia forma de justicia.

A partir de ahí, el mensaje de Fleck es uno que resuena en la ciudad. El homicidio de los tres mirreyes desata un movimiento en favor del payaso que los asesinó. Thomas Wayne, dueño de un emporio y candidato a alcalde –en un obvio guiño a Donald Trump–, responde de la peor manera posible y hace menos a quienes ya se sienten como nada. Wayne es un rico que vive en una casa enrejada y que sólo se codea con otras personas de su clase en auditorios custodiados por la policía. Su mensaje deriva en el linchamiento de dos policías en el metro de la ciudad –un metro pintarrajeado, sin luz, jodido– y al final de la película en una revuelta anárquica en la que alguien choca una ambulancia contra una patrulla para liberar al antihéroe. Los ricos están desconectados de los pobres y así se sostiene el mundo. El dinero no gotea de arriba hacia abajo. Se queda en las manos de quien lo cosecha, que no es quien lo sembró.

Y eso es cierto. En ese sentido, por más obvia que sea la crítica que hace El Guasón, el mensaje ahí está y está hecho para resonar con los tiempos actuales en los que los movimientos sociales buscan retomar –o, más bien, tener por primera vez– el control económico.

No escapa la ironía que esta película, con este mensaje, es el producto de una megamaquinaria de DC Comics y Warner Brothers, dos compañías que se acaban de hinchar en cientos de millones de dólares en la taquilla mundial en un solo fin de semana.

Sin embargo, El Guasón obliga a mirar a los desprovistos, a los fregados, a los olvidados por el sistema. Fleck es el ejemplo extremo: en el monólogo que da frente a las cámaras de televisión, antes de asesinar al conductor de tele que representa al establishment, dice que lo único que quiere es que lo volteen a ver. Ni siquiera amor o cariño, sólo “decencia”, como le dice a Thomas Wayne cuando lo ve cara a cara minutos antes.

Sin embargo, y he aquí el problema central de la cinta, es que el mensaje es confuso. Sí, el abismo social es cada vez mayor. Sí, a todos nos fascina el mal y los humanos sentimos cierto gozo cuando vemos cómo triunfa en la ficción. Pero resulta imposible no pensar en que el extremo se glorifica en la película. ¿Qué nos dice Todd Phillips? ¿Que el sistema está a dos pasos del colapso? ¿Que la revuelta de clases es inevitable? Eso parece. No por nada las escenas con mayor belleza son las escenas en las que El Guasón baila solo, o se levanta entre la multitud después de sobrevivir al embate de una sociedad que sólo lo quiere ver sufrir.

Eso es lo que sucede cuando en las películas no hay escalas de grises. El Guasón podrá ser buen entretenimiento, y podrá tener un mensaje –confuso pero mensaje– detrás. El problema es que no puede reducirse una discusión tan compleja –¿En qué momento se jodió Ciudad Gótica?– a una cuestión del bien contra el mal, en el que los papeles se invierten con el fin de volver interesante a un personaje. Porque eso se convierte sólo en entretenimiento, no en critica social.

(Y antes de que alguien diga algo, y antes de entrar a una discusión filosófica, no está mal que una película sea sólo entretenimiento, siempre y cuando no busque presentarse como algo que no es.)

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Esteban Illades

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