Por José Ignacio Lanzagorta García
Se escandalizan algunos porque en este eterno purgatorio que es el período de transición, la opinión publicada —la comentocracia, pues— sea un tema de análisis de la propia opinión publicada. Que es frívolo. Que es indolente. Seguro que tienen razón, pero tampoco se puede pasar por alto que esta escaramuza también es sintomática de la llegada de una transformación no menor en la esfera pública. No sé si es la cuarta o no, pero al menos en cuanto a lo que refiere al comentario sobre la coyuntura, el terreno se volvió inestable. El campo de la comentocracia se está reconfigurando no sólo en términos ideológicos, sino, sobre todo, en términos también institucionales. A ver en qué para la cosa. Tal vez cambiamos mucho para seguir igual.
La semana pasada escribía sobre este tema un poco desde la víscera. Decía que me parecía que hablarle a una comentocracia en general como alusión a particulares era un recurso retórico más bien barato y falaz. Eso lo sostengo. Sin embargo, también apuntaba que es posible comprender a la comentocracia como un campo, es decir, como un circuito con sus reglas en el que diferentes voces capitalizan audiencias, compiten por espacios de publicación y se disputan prestigio. Entrar al campo y avanzar en él depende de muchos factores que no siempre —es más, pocas veces— dependen de la calidad del comentario publicado. Como en todo, las herencias de otros capitales, las posiciones que hoy calificamos de privilegiadas, son determinantes sobre cualquier virtud que nos apuramos en disfrazarlas bajo la idea del mérito.
Hace bien Hernán Gómez y otros en señalar las características sociales y culturales de quienes conforman y pretendemos conformar la comentocracia: mayoritariamente hombres, mayoritariamente blancos, mayoritariamente de apellidos poco frecuentes en el directorio telefónico —esto para aquellos que quedan que alguna vez consultaron la “sección blanca”—, mayoritariamente rebasando los 40 y tantos años. En pocas palabras, está claro que el campo del comentario publicado es una actividad típica de las élites, pues probablemente es una herramienta más de la que se sirven para reproducir una hegemonía. ¿De quién ha de ser la voz autorizada que analiza y comenta la coyuntura si no es de quien la conduce? Si hay representación de diversidad entre aquello que llaman comentocracia, es sólo reflejo de que las élites no son necesariamente un sólido monolito demográfico, ni ideológico, acaba siendo más bien un mosaico veneciano cromáticamente bien combinado. La entrada y capitalización de nuevas y distintas voces pueden ser producto de conquistas hacia el interior de las élites o el simple margen de tolerancia que legitima toda la estructura.
Lo cierto es que al menos desde que existe una mayor libertad de prensa y los medios de opinión publicada se diversificaron y pluralizaron, los presidentes de este país han sido todos hombres, blancos, de apellidos poco frecuentes en el directorio telefónico y rebasando sus cuarentas. El comentario de la coyuntura había quedado siempre entre prójimos. Dadas las cercanías sociales, el columnista podía lanzarse a la crítica feroz pero siempre enmarcada en una —digámosle— “prudente civilidad”, pues el costo de romper estas reglas podría ser el ostracismo, aunque nunca han faltado quienes tomen el nicho del “cínico desagradable”. Las benditas redes sociales, como las llamó el actual presidente electo, y la proliferación de medios electrónicos, introdujeron plataformas para la circulación de voces de quienes no se rigen tanto por estas reglas de civilidad ni por tanta —cercanía a las élites— subrayemos “tanto” y “tanta”. El campo de la comentocracia entró en una inestabilidad de la que ni aquí, ni en ningún lado, ha podido acomodarse del todo aún.
Pero más allá de esa inestabilidad que podríamos decir que es sistémica, tenemos otra más coyuntural y local. Decir que el presidente electo no pertenece o no conforma alguna élite sería un error, pero ciertamente la suya tiene menos traslapes que con las que tradicionalmente se ha conducido la hegemonía. Todavía no asume el poder y los choques e incertidumbres que esto representa se recogen por doquier. Las expectativas entusiastas o atemorizadas se debaten por la magnitud de la sacudida que esto representa entre el escepticismo de que todo seguirá igual, lo que algunos califican como un regreso al pasado, una catástrofe socialista, un paraíso socialista, un neoliberalismo maquillado, etcétera. Resulta lógico pensar que, precisamente antes que cualquier cosa, esta sacudida tendrá un registro no sólo en la opinión publicada, sino en el campo mismo de quienes publican su opinión. A las élites que comentan sobre les élites les cambiaron no sólo el lienzo donde pintan, sino también el banquito donde se sientan.
Y es que no sólo hay presiones por los posicionamientos ideológicos que incluso han producido rupturas entre quienes eran afines o la inestabilidad ha abierto brechas que permiten el surgimiento de nuevas voces —oportunistas o no—, sino que incluso esta carambola tiene su correlato administrativo. El cambio de régimen trae consigo la incertidumbre sobre la forma en la que se sustentará el sistema de medios masivos financiados por la publicidad oficial. La disputa ideológica, que a todos nos consta es bastante agresiva, sólo sirve como moneda de cambio ante la reasignación de recursos y espacios. Si la comentocracia está hablando de sí misma es porque su campo, como muchos otros, está en crisis.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito