Por José Ignacio Lanzagorta García

Buena parte de la caricatura que se hacía del hípster hace ya varios años, era su necesidad de mostrar gustos sofisticados distintos a los de la mayoría… a los de su mayoría. La banda musical que nadie –en su entorno socioecónomico– conoce, el bar al que nadie –en su entorno socioeconómico– va, etcétera. El juego consiste en encarecer una y otra vez su buen gusto y su conocimiento de lo inaccesible y, más todavía, conseguir barbarizar a los suyos por no saber apreciar lo que él o ella sí saben disfrutar. Esto no puede funcionar en solitario: necesitan un selecto grupo que se refuercen, validen, admitan o rechacen estas valoraciones.

Ahora, si el estereotipo del hípster contribuyó a diseminar la crítica y comprensión de cómo funcionan estas operaciones de distinción social basadas en el gusto, el hípster está lejos de ser su único o incluso mejor ejemplo. Y la crítica y comprensión de estas dinámicas tampoco son novedosas. En las ciencias sociales comenzó su estudio en un marco mucho más amplio: el de clase social. Ser rico consiste no sólo tener propiedades o mucho dinero, sino toda una serie de gustos, actitudes y maneras de presentarse que lo distinguen de los otros. Y, desde las clases populares, entender esos gustos, actitudes y maneras puede –excepcionalmente y para algunos muy hábiles–, servir para ascender en la escalera socioeconómica. En todo caso y así como la moda del hípster es sólo un ejemplo más, las dinámicas del gusto están funcionando también en muchas escalas mucho más pequeñas y todo el tiempo.

Eso pasa con los grandes libros llevados al cine o a la televisión con el objetivo de revelar su historia más que para producir una cuidada aproximación cinematográfica inspirada en ellos como un producto totalmente distinto. Los fans del libro se sienten traicionados, pues su obra consentida será vulgarizada. La historia que les ha significado tanto y que atesoran junto con otros que también la han saboreado, será consumida por las masas y si había un valor exclusivo en conocer la obra, ahora se habrá evaporado. Salvo un “yo sí he leído el libro”, no queda nada especial y distintivo en valorar esa historia, pues ahora todos conocen sus puntos más básicos. Es comprensible la molestia: si la lectura de un libro servía como una especie de credencial para formar lazos de afinidad e incluso comunidades a partir del gusto –eso que a veces podemos llamar “identidades”–, esa credencial expiró.

Foto: Shutterstock

No importa si el libro ya era muy conocido. Hoy tenemos que Netflix anunció que llevará Cien años de soledad a las pantallas. Se trata de una obra que, supongo, cada año en las últimas tres décadas es asignada como obligatoria por decenas de miles de maestros en el nivel medio o medio superior de los países de habla hispana. Pero leer un libro no es cualquier cosa: toma tiempo y ciertamente alguna disciplina. A pesar del disfrute, leer un libro también implica un trabajo. Y quienes han invertido en esos esfuerzos quieren su capital. Lo único que queda es odiar a quien lo abarata regalándolo en un consumo más cómodo, más rápido y, sí, probablemente menos detallado, menos profundo, menos analítico. Es el rencor contra toda divulgación de ideas, investigaciones, conceptos e historias que su buen trabajo costó producir y que el grupo que con ellas se distinguía de los otros se arroga su propiedad y su autoridad sobre ellas.

Pero hay algo más que la cuestión social de divulgar en medios audiovisuales la trama de una apreciada obra escrita. Ciertamente, quienes a estas artes y estudios se dedican, señalan que la lectura es también una experiencia íntima y personal en la que se relaciona la voz del autor o autora con la capacidad de quien lee de evocar y formular las imágenes. Los ejemplos de terribles adaptaciones fílmicas de grandes libros cuyo valor literario central descansa en buena medida en la evocación minuciosa de ambientes y escenarios reales o fantásticos abundan tanto como sus críticas y denuncias. En la infancia y adolescencia de muchos que andan por arriba de sus 40 años, por ejemplo, la película La historia sin fin no pudo retratar ni de cerca los espacios que Michel Ende narró en La historia interminable. No sé qué digan los críticos, pero en mi caso como público de la película antes que lector del libro, nunca entendí cuánto de la experiencia de la obra se trataba más del disfrute intensísimo y profundo de estas evocaciones que de la trama del relato hasta que leí el libro.

Desde el anuncio de Netflix, muchos dicen que la serie podría arruinarles la memoria que tienen de los espacios, descripciones y ambientes geniales de Gabriel García Márquez. No la verán –dicen-. Ciertamente, Cien años de soledad es una obra entrañable para muchos de nosotros en la mayor de las medidas por un Macondo que no sólo es un escenario pasivo que sirve de soporte a sus extraordinarios personajes, sino que consigue una interacción dinámica con ellos: se construyen mutuamente. De primer jalón, parece que Cien años es como La historia interminable: cualquier intento audiovisual que se limite a narrar la trama –más que a producir algún tipo de metáfora o inspiración cinematográfica basada en la obra– perderá ese tejido evocativo que da la experiencia de lectura; será incapaz de retratarnos Macondo. La buena noticia es que justo por eso: no, no tendrá la capacidad de arruinar memoria alguna. La experiencia imaginativa de lectura de Cien años probablemente quedará tan intacta por más imágenes que la serie produzca tanto como La historia interminable de Ende y tantas obras más.

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José Ignacio Lanzagorta García es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jilanzagorta

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