Llevan más de un siglo de escritas (y representadas) y, sin embargo, las obras del escritor ruso Antón Chéjov siguen retacando teatros, sus cuentos siguen siendo editados y publicados y el trabajo académico y crítico sobre su obra no deja de fluir—nuevas interpretaciones económicas, sociológicas y hasta feministas de sus textos son comunes en la producción especializada de conocimiento literario hoy en día—. Y aunque es fácil creer que esto nada más se debe a su estatus de autor “clásico” y obligatorio, lo cierto es que su obra tiene ciertas particularidades que la hacen sugerente para entender, incluso, los tiempos que vivimos.

¿Quién fue Antón Chéjov?

A pesar de que hoy en día abundan datos biográficos sobre Chéjov—y muchos de ellos que permiten abrir las interpretaciones de sus textos todavía más—la personalidad del autor todavía confunde a críticos, audiencias y lectores. Como apunta la académica Rose Whyman (Universidad de Birmingham) en uno de los estudios más exhaustivos sobre el dramaturgo—publicado por Routledge hace unos cinco años—los problemas para los biógrafos y críticos de Chéjov “siempre han sido la falta de acceso a los materiales e información del contexto en el que escribió”. Las distintas capas de censura en las que la vida de Chéjov estuvo enmarcada (una Rusia zarista en plena transición a una Unión Soviética igualmente totalitaria) hicieron que muchos de sus documentos privados fueran escondidos por su hermana para no sufrir de mayor censura. Desde los años noventa a la fecha, sin embargo, la apertura de esos archivos (tanto privados como públicos) se han visto traducidos en más estudios, interpretaciones y representaciones del trabajo de Chéjov, muchos de ellos a la luz de la volcadura autobiográfica del autor en sus cuentos y obras.

Chéjov ha sido llamado “la voz del crepúsculo de Rusia”, considerado uno de los grandes diseccionadores de la decadencia de la nobleza en la Rusia pre revolucionaria. Lo que hace curioso que, en vida, sus obras fueran muy bien recibidas, no sin controversia de por medio. De hecho, Chéjov fue el primer escritor famoso de su clase social en Rusia, una Rusia tremendamente desigual, en la que contrastaba demasiado el poderío de la pequeñita aristocracia que controlaba un imperio vastísimo, predominantemente rural.

Whyman se atreve, incluso, a decir que “Chéjov era un pensador democrático y progresivo, preocupado por la igualdad y los derechos humanos”. Sus historias—tanto en narrativa como en teatro—exponen los problemas de esa sociedad autoritaria en la que vivía, tratando de explicar cómo es que las personas trataban—no siempre de manera exitosa—sobrevivir un mundo de tan extremos contrastes.

El jardín de los cerezos

Aunque publicada—y representada—casi al final de su vida, El jardín de los cerezos de Chéjov se encuentra al centro de su trabajo, una obra de teatro que en gran medida cristaliza la época en la que vivió el autor y resume casi todas sus críticas a las clases dominantes de la Rusia del cambio de siglo.

La trama central de la obra es sencilla: la venta de una casa elegante que incluye un jardín de cerezos famosísimo en la región, para tratar de pagar las deudas de una familia que, en otros tiempos, había gozado de riquezas y prestigio. De manera secundaria, y casi irrelevante (pero aquí es donde los estudios literarios feministas se han concentrado en las últimas décadas), las tramas secundarias de la obra giran alrededor de amores no concretados y triángulos amorosos entre algunos de los personajes.

Lo sugerente de El jardín de los cerezos es que, a pesar de lo trágico y drámatico que pudieran ser estos eventos, Chéjov los retrata (y nombra) más bien como comedia, una burla cáustica de las nimiedades en las que se enfocan las clases altas en medio de sus tragedias. Mientras la escribía, Chéjov llegó a decir que “Mi próxima obra será sin duda graciosa, muy graciosa. O por lo menos así la veo”. Ese por lo menos así la veo ha sido catalizador de que, a lo largo de los últimos cien años, se pueda prestar a ser representada como melodrama, como tragedia y como comedia, casi indistintamente.

El jardín de los cerezos es un registro del “subdesarrollo” en el que se encontraba la Rusia zarista antes de la revolución, pero enfocándose en cómo, ciertos personajes, por estar en el lado cómodo de las desigualdades producto de ese subdesarrollo, no han podido siquiera madurar para enfrentarse a los problemas “reales” de la vida.

La académica Savely Senderovich (Universidad de Cornell) llama a El jardín de los cerezos el último testamento de Chéjov, una obra que permite acercarnos a una de las posturas más críticas de las desigualdades (económicas, sociales, de género) de la Rusia de hace cien años.

¿Por qué leerla/verla hoy?

El jardín de los cerezos ofrece una perspectiva durísima sobre cambios sociales, económicos y políticos y las respuestas personales a ellos. Es una crítica incisiva a un régimen que falló en encontrar soluciones de largo aliento a la precariedad de sus habitantes. Y, aunque situada en la Rusia de hace 100 años, no suena muy distinto a lo que se vive en México y muchísimos lugares del mundo a principios del siglo XXI. (Tal vez no es fortuito que una película como Nosotros los Nobles, que por lo menos en la trama se antoja parecida a El jardín de los cerezos de Chéjov, aunque, por supuesto, sin una crítica económica, política y social, haya sido producida hace apenas algunos años.)

Las obras de Chéjov pueden ser analizadas y discutidas en términos de género, clase social, económica y cultural, y El jardín de los cerezos es la que lo hace, quizá, con mayor contundencia, ofreciendo una perspectiva a nivel de piso sobre lo aberrante que son las desigualdades en las que estamos inmersos.

Cuando se presentó la obra en el Teatro de Arte de Moscú en 1904, El jardín de los cerezos funcionaba, paralelamente, como un obituario del siglo XIX y un diagnóstico de lo que se venía en el XX, tal vez no suena tan exagerado leerla igual a principios del siglo XXI, igualmente desigual y deseperanzado que la Rusia zarista previa a la revolución.

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