Por José Acévez
En el juego de Maratón hay una pregunta muy tramposa que dice: “Menciona un país, un estado y una ciudad con el mismo nombre”. Los más ingenuos nos rompemos la cabeza pensando en Luxemburgo o Argelia. Pero no, la respuesta está en nuestras narices: México. Y es que la historia y nomenclatura de este país de casi dos millones de kilómetros cuadrados pende de la antigua capital del Imperio Azteca, que pasó a ser capital de la Nueva España y terminó por convertirse en capital de la moderna república. Al parecer, México existe y sólo se puede explicar gracias a su centro político y cultural. Si tuviéramos que priorizar los adjetivos para definir a nuestro país, junto con desigual y corrupto, tendríamos que sumar el de centralista.
La concentración de recursos en la capital es un problema más hondo de lo que parece; y aquí no busco hablar desde lo económico, lo político o lo fiscal, sino desde lo cultural. Lo haré desde dos ámbitos: por un lado, el vicio mexicano de confundir lo “nacional” con lo capitalino; y, por otro, algunas cifras espeluznantes para identificar una tendencia de concentración de recursos culturales en el ex Distrito Federal.
En cuanto a lo mexicano como sinónimo de lo nacional, valdría la pena preguntarse: ¿por qué nos llamamos así? México, como muchos saben, designaba a la ciudad capital del Imperio Azteca. Cuando llegaron los españoles, nombraron su proyecto colonizador como Nueva España imponiendo la capital en el mismo sitio. El gentilicio “mexicano” se utilizaba exclusivamente para los descendientes directos de los aztecas o para los indios que vivían en la ciudad. En el Virreinato no importaba si eras mexicano o novohispano (palabra que se inventó hasta el siglo XX), sino tu casta: español, indígena, mestizo o mulato; y eso se repetía en Valladolid, Veracruz o Guadalajara. Así, como desde tiempos prehispánicos, México estaba reducido a la villa donde habitaba el virrey. Previo a la Independencia y con afán de separase de la Corona, se necesitó generar un referente que abarcara todo el territorio, pero que no indicara lo “español”; parte de ese trabajo, como explica el antropólogo Alfonso Alfaro, lo hicieron los jesuitas, expulsados del reino en 1767 y se autonombraron “mexicanos” en Europa, con lo que le concedieron la nomenclatura al país que iba a nacer.
Así, desde la ambigüedad, históricamente nos hemos denominado México sin saber si nos referimos al Imperio Azteca o a la no tan digna Nueva España o a la ciudad que surgió de esa mezcla. Esto se extendió a la nación moderna, al país en el que hoy vivimos, cuyo nombre se consolidó al reafirmar a la Ciudad de México como centro de poder. Sin embargo, eso nacional-mexicano parece que no quiere salir de la ciudad que le dio origen y entonces el país entero (desde Tijuana hasta Chetumal) se reduce a lo que sucede y se consolida en la Ciudad. La capital simula una pequeña nación que todo lo tiene: la Universidad Nacional Autónoma de México, el Museo Nacional de Arte, la Cineteca Nacional, el Instituto Politécnico Nacional, el Museo Nacional de Antropología, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, etcétera. No tengo problema con que tales instituciones existan, el problema es que ostenten el crédito de contener el arte, la ciencia y la memoria de un país entero. Lo problemático es que estamos condenados, desde nuestro nombre, a confundir lo mexicano (de todo el país) con lo que sucede en la ciudad capital que se llama igual. ¿La solución sería cambiarles el nombre? En algunos casos sí; sin embargo, el asunto es lo que conlleva que todas esas instituciones que se asumen “nacionales” se concentren en una sola ciudad. Una respuesta para descentralizar y hacer que los criterios y recursos se expandan por todo el territorio sería colocarlas en distintas ciudades, como sucedió a mediados de los ochenta con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), cuya sede se estableció en Aguascalientes.
El segundo asunto es la muestra de algunas cifras que nos dejan ver que en este país el arte, la cultura y la ciencia se limitan a la Ciudad de México. Esto puede ocurrir, en parte, por el cosmopolitismo de la gran metrópoli, pero también como consecuencia de esa confusión entre lo nacional y lo capitalino, que provoca una concentración de recursos económicos y políticos que mantiene con severidad el liderazgo defeño. Sólo para comenzar, de las 1,700 librerías que se tienen registradas en México, 536 (31%) se encuentran en la capital (donde vive el 9.6% de la población nacional); mientras que el Estado de México, con 20% de los mexicanos, solo tiene 7% de las librerías. Ni qué decir de la industria editorial: de los 405 sellos editoriales, más del 70% (296) se encuentran en la capital, sólo le siguen el Estado de México y Jalisco con 21 sellos y Puebla con 13. En cuanto a miembros del Sistema Nacional de Investigadores, el 35% se concentra en el ex DF. En la década de los noventa esto era aún más grave, pues el 56% de los investigadores residía en la Ciudad de México. Estos porcentajes se mantienen en la industria cinematográfica, donde el 53% de las películas que se produjeron en México se realizaron en la capital. En cuanto a las Instituciones y Empresas Científicas y Tecnológicas que reciben apoyos directos del Conacyt, en la nueva CDMX se registraron casi 1500, ocho veces más que en Veracruz, entidad con la misma población. Los contrastes pueden ser aún más arduos, como en el caso de las galerías de arte, donde el DF concentra 247 y en todo Durango sólo hay 3 (casi igual que Tabasco con 4 y Campeche con 5).
Los datos son infinitos y pueden ser más contrastantes. Esta muestra es sólo para evidenciar cómo el centralismo es uno de los graves problemas de México, que tiene anclajes históricos cuyos impactos los vivimos a diario. El desarrollo científico, la creatividad artística y la crítica intelectual son fenómenos que se cuentan desde y para la capital del país, y tal recursividad impide aprovechar con mayor armonía la diversidad cultural que caracteriza a quienes compartimos este territorio americano.
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José Acévez cursa la maestría en Comunicación de la Universidad de Guadalajara. Escribe para el blog del Huffington Post México y colabora con la edición web de la revista Artes de México.
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