Javier Sicilia es un poeta. Desde el asesinato de su hijo, Sicilia abandonó las letras.

Sicilia no es un hombre fácil, su catolicismo militante, su postura política anúlista y la percepción de que se ha convertido en el vocero oficial de las víctimas de la guerra contra el narcotráfico, lo han convertido en el blanco de críticas, no siempre objetivas y, al final, manifestaciones sintomáticas de la descomposición de un país sumido en la violencia:

¿Quién eligió a Sicilia como el portavoz de las familias de las víctimas de la guerra contra el narco?, ¿en dónde estaba Sicilia antes de la muerte de su hijo, que hacía, porqué no escribía del dolor de esas familias?, ¿por qué los candidatos han tenido que reunirse con él, cómo si fuera el único interlocutor válido de la ciudadanía afectada por la guerra?

El siguiente texto es una especie de epílogo a esta relación, que desde el diálogo público Sicilia ha buscado establecer con el poder. Un poder acostumbrado a gobernar desde el absolutismo, poco autocrítico, celoso siempre de las formas. Las siguiente líneas no es sólo la opinión de un ciudadano, es la voz de muchos que, como él, han perdido a un familiar o amigo en la fallida guerra contra los carteles.

Aquí les dejamos el texto íntegro, una reflexión a cargo de una de las voces más críticas del sexenio. Pueden ustedes estar o no de acuerdo, pero para opinar primero léanlo completo. Si cuando terminen se siguen preguntando qué hacía Sicilia antes de que le mataran a su hijo, tal vez tendrían, y tendríamos que preguntarnos: qué hacíamos nosotros y qué hacemos ahora.

Querido señor Presidente:

Le digo querido porque, pese a sus traiciones y desprecios por las víctimas y la nación que ha gobernado, sigo creyendo que un ser humano es más que sus errores y sus equívocos y merece respeto y merece amor. Le digo también querido porque en esta carta quiero dirigirme al hombre Felipe Calderón y no a la máscara del poder que en su falsedad –toda desproporción es una falsedad– lo distorsiona, y hablarle a su corazón desde la verdad. “La verdad –decía esa gran novelista católico que fue Georges Bernanos– duele, sólo después consuela”. Está a punto de concluir su mandato presidencial. Deja tras de sí una nación llena de osarios, de dolor, de víctimas y de miseria, y la pérdida de confianza que alguna vez el país tuvo en ustedes. No ha querido reconocerlo. La soberbia, que es hija del poder y fuente de todos los pecados, cegó al hombre. Su guerra, Sr. Presidente, aunque lo niegue, es hija de una bovina subordinación de la agenda de seguridad de nuestro país a la agenda de seguridad de Estados Unidos, que en buena parte está fincada en una estupidez decretada hace 40 años por Richard Nixon: “La guerra contra las drogas”.

Las drogas, Sr. Presidente –la historia lo demuestra con la prohibición y la legalización del alcohol en EU– es un asunto de salud pública, de libertades y de controles del mercado y del Estado, jamás un asunto de seguridad nacional. Por eso Obama –quien aunque sabe del absurdo de esta guerra que está poniendo en crisis la democracia internacional, no ha hecho nada por detenerla– lo llamó con fina ironía “Eliot Ness”. Ness, quien al igual que usted quiso, desde un puritanismo policiaco, erradicar a sangre y fuego a las mafias de Chicago, se hundió en la oscuridad y el fracaso cuando Roosevelt, en un acto de profundo republicanismo, legalizó el alcohol para desarticular realmente a las mafias y reducir la criminalidad y la corrupción que habían aumentado exponencialmente en Estados Unidos con la Ley Seca.

No ha querido reconocer tampoco, como quizá Ness nunca lo entendió –al fin y al cabo no era un político, sino un policía–, que su estrategia de golpear a las cabezas de los cárteles lo único que ha traído es el aumento de la verdadera criminalidad –la trata de personas, las desapariciones, el secuestro y la extorsión–, la atomización de los cárteles en infinidad de células delictivas y una mayor corrupción de los gobiernos y los partidos. El 98 o 95% de impunidad habla de instituciones corrompidas a grados criminales que nos han llevado a las consecuencias de estas elecciones ignominiosas, que abonan la emergencia nacional en la que su guerra nos metió.

Usted, sin embargo, reconoció en los diálogos que sostuvimos en el Alcázar del Castillo de Chapultepec lo que esa visión puritana y corta, obstinada en la violencia como método, no le había dejado reconocer: la existencia de las víctimas que usted había reducido a un “se están matando entre ellos”, a “algo habrán hecho”, a “bajas colaterales” que se reducían al 1% de los muertos. Un lenguaje que, con el estropajo del eufemismo, es idéntico al que usaron los nazis para justificar el crimen y hacérselo justificar a una nación: “son piojos, son liendres, son ratas, son cerdos”; un discurso que, proviniendo del Estado, que está para resguardar la seguridad de los ciudadanos y perseguir el crimen, es profundamente violatorio de los derechos humanos y absolutamente criminal. Lo vi entonces abrazar conmovido a doña María Herrera –con cuatro hijos desaparecidos que el Estado vergonzosamente no ha podido todavía encontrar– y acordar con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) tres cosas: la creación de una Procuraduría de Atención a las Víctimas, el compromiso de hacer un memorial en el Bosque de Chapultepec y el de promover una Ley General de Víctimas de la Violencia y del Abuso del Poder. Un poco de alivio para la irreparabilidad de la muerte.

Por desgracia, Sr. Presidente, la forma en que el Ejecutivo ha asumido esos compromisos lo único que ha hecho es ofendernos y reiterarnos el desprecio que usted tiene por las víctimas y por la patria. En el segundo diálogo que sostuvimos en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, recuerdo que le dije que en usted había “la tentación del autoritarismo”. Me respondió, ofendido y omitiendo la palabra “tentación”, que usted no era autoritario, que de lo contrario no estaría allí dialogando de cara a la nación con nosotros. Sin embargo, la manera en que dice haber honrado los acuerdos que establecimos allí es un signo, en su unilateralidad y su rebajamiento, de que cayó en esa tentación y de que sus acuerdos sólo fueron simulaciones mediáticas. Creó la Procuraduría de Atención a Víctimas (Províctima) sin consultarnos, sin acordar con nosotros y nuestros expertos sus formas, sus dimensiones y su operatividad, y la convirtió en una caricatura, en un engendro maquillado de honradez.

Aunque está formada por gente honesta, a la que respetamos, Províctima, usted lo sabe bien, carece del dinero, del personal y de la dimensión adecuada para atender la enorme cantidad de víctimas que, humilladas por el crimen y criminalizadas y despreciadas por el Estado, no sólo no han encontrado un gramo de justicia, sino que incluso muchas de ellas han perdido su escaso patrimonio haciendo, en la búsqueda de sus hijos desaparecidos, las labores de investigación que las procuradurías no hacen. Le recuerdo incluso, Sr. Presidente, a Nepomuceno Moreno, un padre que caminó a nuestro lado kilómetros y kilómetros no sólo buscando a su hijo y la justicia que se le debía, sino a los hijos y la justicia que se les debe a miles que, como él, han perdido todo. Ese hombre, que le expuso en el Alcázar su situación, que le pidió que lo protegiera porque estaba amenazado, ahora está muerto, y Províctima ha sido incapaz de encontrar justicia para él y para su hijo. Esa es la situación de la mayoría de las víctimas de su guerra, querido Sr. Presidente, y esa es la incapacidad de una cosa tan miserable en su realización como Províctima.
Después, le recuerdo, nos sentamos con el Ejecutivo para avanzar en los compromisos del memorial. Nosotros ya teníamos el acuerdo del Gobierno del DF y del Consejo Ciudadano del Bosque de Chapultepec para que se realizara en el mismo bosque, como habían sido los compromisos. Teníamos también el apoyo del equipo de Arquine para lanzar la convocatoria y comenzar el proceso de rescate de una memoria que su gobierno, Sr. Presidente, se ha obstinado en borrar. Así, sin entender nada de lo que un memorial significa en los procesos de reconciliación y de paz, su equipo, apoyado por unas cuantas víctimas a modo –al Ejecutivo siempre le han gustado las víctimas a modo– y no por las miles de víctimas anónimas, criminalizadas y humilladas por el Estado que representan el MPJD y el equipo del padre Alejandro Solalinde, se obstinó en hacer no un memorial, sino un monumento y, colmo del absurdo, al lado del Campo Militar. No tuvimos más remedio que levantarnos de la mesa. No se dialoga con imposiciones y con una profunda incomprensión de lo que un memorial significa como proceso de paz, de memoria y de reconciliación. Ese monumento, Sr. Presidente, será, en su burla y en su desprecio por las víctimas, tan ignominioso como su Estela de Luz. Nosotros, sin embargo, haremos ese memorial con los ciudadanos de este país.

Ahora, para cerrar con broche de oro, vetó la Ley General de Víctimas, no sólo contra la palabra dada (usted mandó a hacer esa ley al Inacipe, y esa ley, enriquecida por la que hizo la UNAM a petición de los legisladores después del diálogo que sostuvimos con ellos, también en el Alcázar, es la que aprobaron las cámaras), sino que, contraviniendo los tiempos mandatados por la Constitución (tengo aquí, frente a mis ojos, el oficio que el 29 de junio, día en que expiraba el plazo para publicar la Ley de Víctimas, el presidente de la Cámara del Senado, José González Morfín, un panista, envió al secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, para “que se publique en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el que se expide la Ley General de Víctimas, aprobada por el Congreso de la Unión el 30 de abril del año en curso), jugando electoralmente con las víctimas, envió sus observaciones, una forma elegante de vetar la ley, el 1 de julio, pocos minutos después de que Josefina Vázquez Mota reconocía su derrota electoral. Ese gesto, Sr. Presidente, además de contravenir un mandato constitucional, es un desprecio más hacia las víctimas, un desprecio a los juristas del Inacipe, a los de la UNAM, a los de muchas organizaciones civiles que participaron en su elaboración y a las cámaras que la aprobaron por unanimidad.

Ciertamente, como Presidente de la República, le compete el derecho de hacer las observaciones que considere necesarias a esa y a cualquier ley –toda ley es siempre perfectible–, y aunque muchas de ellas no merecen ninguna atención, sobre todo la que tiene que ver con el dinero (cuando usted ha invertido millones de dólares para hacer una guerra, cuando su gobierno destinó mil 500 millones de pesos para esa oprobiosa obra que agudamente Juan Villoro llamó “Esquela de Luz”, cuando se invirtieron 25 mil millones de pesos en las elecciones de la ignominia que acabamos de tener y se han decomisado millones de dólares al crimen organizado, decir que no hay suficiente dinero para las víctimas es de una desvergüenza intolerable), estamos dispuestos a revisarlas con el Ejecutivo, pero en el momento en que la Secretaría de Gobernación la publique, como lo manda la Constitución. Sentarnos de otra manera con el Ejecutivo sería no sólo convalidar la traición a una palabra dada a las víctimas, sino violentar lo poco que aún queda de decencia en las instituciones. Nosotros, Sr. Presidente, quienes seguimos sosteniendo que el diálogo es uno de los rostros más altos de la democracia y, por lo mismo, tenemos una alta idea de lo que hablar significa, no nos sentaremos a ninguna mesa en donde a la palabra se le ha prostituido y en donde a la Ley General de Víctimas, que es una ley de víctimas de la violencia y de la violación de los derechos humanos, se le quiere rebajar a una ley de víctimas del delito, palabra esta última que el secretario de Gobernación ha usado constantemente para referirse a la ley en sus declaraciones.

En el último diálogo que sostuvimos con usted en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, Emilio Álvarez Icaza le dijo que aún no terminaba su mandato, que le quedaba todavía tiempo suficiente para tomar el camino de las víctimas, y no lo hizo o lo ha hecho muy mal, como ha hecho esta guerra. Pero yo le digo que, aunque el tiempo de su presidencia se acorta, aún puede, si escucha el corazón de Felipe y desde allí pone un coto a la soberbia del poder, enmendar lo que tan mal ha hecho, es decir, publicar esa ley y dejar la Presidencia con un gramo de honorabilidad.
Nosotros, Sr. Presidente, el 12 de agosto saldremos, con los escasos recursos con los que contamos, en una larga caravana a EU a decir a sus ciudadanos y a su gobierno lo que ni usted ni ninguno de los candidatos ni de los partidos se ha atrevido a decirles: que esta guerra absurda y perdida es también responsabilidad suya y que debemos detenerla porque está destruyendo a nuestra nación y está poniendo en peligro la democracia en el mundo. Pero, usted, Sr. Presidente, con su actitud y su desprecio a las víctimas, no nos está ayudando a ello. ¿Tendremos también que hablarle fuerte desde allá?

Yo, desde el asesinato de mi hijo, dejé de escribir poesía –las palabras y la vida que ustedes y los criminales han degradado ya no me alcanzan para esa sacralidad–, pero constantemente leo a los poetas. Hace poco releí el poema Helena, de Giórgos Seféris –léalo, Sr. Presidente, y lea a los poetas: son grandes reveladores del sentido y de la dignidad de la palabra–. El poema relata el extravío de un soldado que vuelve de la guerra de Troya en una isla llamada Platres, que en realidad es una aldea montañosa que se encuentra en Chipre, donde quizá estaba Seféris cuando escribió el poema. En esa isla el soldado se da cuenta de que Helena, por la que hicieron la guerra durante 10 años y la tierra y el mar se inundaron de cadáveres, de sangre y de dolor, nunca estuvo en Troya, fue una ilusión, “una prenda vacía”. Un estribillo terrible acompaña el poema: “Los ruiseñores no te dejarán dormir en Platres”. Usted, Sr. Presidente, se parece a ese soldado.

La diferencia es que usted, semejante a Agamenón, sabiendo que era una ilusión lo que perseguía, condujo esta absurda guerra. Sobre usted “pesa el grave dolor” que “ha llovido” sobre México; pesan miles de “cuerpos lanzados a las fauces del mar”, miles de “almas trilladas cual espiga en piedras de molino” y “ríos” que “exudaban entre el lodo la sangre”; pesan miles de viudas, de huérfanos y de desaparecidos, pesan los miles de desplazados. Si usted, Sr. Presidente, no toma el camino de la justicia que les debe, si continúa humillándonos y traicionando su palabra, los muertos y las víctimas no lo dejaremos dormir en ningún sitio.

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