Por José Acévez
No podemos dudar de que la canción “Movimiento naranja” fue un éxito puntual en la estrategia de comunicación del partido que lidera Dante Delgado. El pegajoso “na, na, na, na” nos pone a bailar al mismo tiempo que exigimos nuestro derecho a estar hartos de su abundante reproducción: lo encontramos en todos lados y nos parece tan loable como abusiva su recurrencia. En términos de cualquier estratega político, el éxito de la campaña representa un trofeo, ya que el contagio (o como los mismos precandidatos de Movimiento Ciudadano llaman: “un himno de esperanza”) podría suponerles (con un ligero dote de ingenuidad) más votos en los futuros comicios.
Pero lo cierto es que la voz de Yuawi, el intérprete de la canción compuesta por Moy Barba, logró que se superaran las barreras de lo político y que el promocional de “pre”-campaña de un partido —más bien menor— se colara en múltiples etapas de nuestras vidas cotidianas. El análisis de su éxito es sin duda complejo y hasta delicado, porque, como siempre sucede en política, se deben tomar en cuenta todas las aristas para detonar si hay abusos de algún tipo de poder en un producto cultural donde se intersectan lo electoral, lo partidista, lo publicitario, lo indígena, lo tradicional, lo moderno, lo comercial o lo reivindicativo.
Es necesario destacar que en 2015 la canción de Barba fue parte de las campañas de Movimiento Ciudadano y que su pegajoso coro contagió a más de algún votante; sin embargo, su impacto no superó lo de cualquier propaganda electoral. La gran diferencia con la versión wixárika (o huichola, en español) es el éxito que implicó no sólo a nivel local, sino nacional, y hasta internacional. En un limbo de legalidad electoral, el jingle trascendió esos diez o quince segundos que permite el INE para promocionar alguno partido (con sus respectivas leyendas sobre la dirección del mensaje, que si es para militantes o afiliados de este u otro tipo) y se convirtió en la canción más escuchada para el Spotify de México. En estos momentos no sabemos si se sigue tratando de una estrategia de comunicación política o de un éxito más de la industria musical que pende de las plataformas en internet (como el mismo Spotify o YouTube o las transmisiones de radio en fibra óptica).
Lo que me lleva a mi primer cuestionamiento sobre la canción: su pegajoso coro (y muchas veces gustoso) busca transmitir una idea, pero ¿de qué? El na-na-na-na, más bien, se inserta en una (ya casi larga) tradición de propaganda donde se han utilizado medios, discursos y anclajes culturales para lograr que una idea sea significativa para muchos. Y esa idea se trata, sobre todo, de “vender” algo. De la mano del mercado y sus estrategias de procuración, la publicidad se ha vuelto un elemento imprescindible para cualquier político; y sus ejecutores, analistas o estrategas se desviven por conseguir el mejor anuncio para que sus “clientes” lleguen al poder. Una simulación donde si algo es lo suficientemente atractivo se vuelve lo suficientemente político. Y con esto, nos volvemos ávidos de formas culturales (musicales, visuales, discursivas) para comprar a esos políticos que nos “hablen más”, cuando no importa si el proyecto es honesto, revolcado o tramposo, siempre y cuando sea atractivo. En la política-mercado, el mejor anuncio es suficiente para lograr votos. Aunque claramente sabemos que no es así de fácil, pues son otros múltiples factores (como la filiación, los vicios electorales, las necesidades socioeconómicas o el desencanto) lo que modula el voto popular.
Es en este sentido que el valor de “Movimiento ciudadano” no reside ni en su potencial político y mucho menos estético, sino en su capacidad de atracción. Cuando nos posibilita pensar que una estrategia publicitaria es suficiente para lograr una empatía política, cabe la duda de si el mercado y sus formas son ya lo suficientemente fuertes para impactar en cualquier ámbito de la vida social. ¿Puede alguien votar por Movimiento Ciudadano sólo porque recordó la tonada de la melodía? Estamos aún en tiempos de ser escépticos al respecto y pensar que las razones de una opción política son más profundas y menos emocionales. Y preguntarnos si la comunicación política puede funcionar todavía como un puente y no sólo como una puerta de salida.
El otro punto que me surge de la estrategia de los “naranjas” es su decisión de incluir a un grupo wixárika encabezado por un niño. Las quejas no han sido menores, hasta Morena trató de evitar el éxito de la canción apelando a los “derechos” de la infancia. Un sinfín de discusiones éticas y políticas que rodean a la canción. Sin embargo, creo que la voz de un niño wixárika en los éxitos musicales del momento no es cosa menor. Por lo que el exotismo que puede generar un niño indígena (incluso para los precandidatos de Movimiento Ciudadano que apelan a la ternura de Yuawi para generar empatía política) es un riesgo latente que, sin embargo, revira esa condescendencia con la que se ve a las culturas no occidentalizadas de México para recobrar formas poco recurrentes de discursos más amplio y atentos. Quien realmente posicionó el mensaje de esta exitosa canción no fue el partido, sino la estética huichola, que desde la voz, ritmo, símbolos y formas culturales de esta región del norte de Jalisco supieron conectar con un público que se diversifica desde sus más ambivalentes formas (como suele suceder en el compartir cosas en Internet).
Yuawi y su grupo habían sido parte también de otra campaña del gobierno de Guadalajara encabezado por Movimiento Ciudadano donde diversos músicos (de toda índole) enaltecían al “alma más provinciana”; todo esto desde un papel secundario. Con “Movimiento naranja” la estrategia política pasó de ser una “integración” de otras voces a un protagonismo absoluto de estéticas que se dejan de reconocer desde un exotismo condescendiente para pasar a una valoración honesta. Más allá de nuestra ternura y admiración por el pueblo huichol, nos gustó lo huichol, nos habló lo huichol. Esa “apropiación cultural” del pueblo indígena resulta una falacia cuando nos volteamos a ver capaces de una integración cultural genuina y sin tapujos.
Lo que toca es que esos cantos no sólo sean voces del fenómeno cultural masivo, sino explícitos agentes que reestructuran poderes en cualquier nivel de gobierno. Pero, considero, que hay pasos dados. Aquí no ganó el naranja, ganó la chaquira y el xíkuri.
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José Acévez cursa la maestría en Comunicación de la Universidad de Guadalajara. Escribe para el blog del Huffington Post México y colabora con la edición web de la revista Artes de México.
Twitter: @joseantesyois