Los días de Bety Maldonado empiezan muy temprano. Trabaja en una lavandería en las primeras horas del día y al salir, se regresa corriendo a la oficina de Mujeres Unidas X la Libertad. Una casa en la Ciudad de México donde lo mismo se reciben víveres y se platica de justicia en Latinoamérica; como se construye una terraza para sentir el aire de la primavera y se atienden a 12 perritos adoptados.
Bety trabaja para su familia; una familia que, aunque probablemente no lo sepan, es de las más grandes en todo México.
Además de sus hijos, nos cuenta que intenta estar al pendiente de sus más de 12 mil 500 hermanas que se encuentran recluidas en las prisiones de México y de decenas de otras hermanas que, semana a semana, consiguen su ansiada libertad. Ella conoce ese sentimiento, pues lo vivió hace algunos años.
Bety estuvo en el penal de Santa Martha Acatitla y después pasó un tiempo en el reclusorio de las Islas Marías. Ahora, es egresada del sistema penitenciario.
Al salir, a diferencia de muchas otras personas, no dejó su historia el olvido. “Cuando uno sale del centro penitenciario, lo que quieres es no saber nada de ese lugar”, nos cuenta. Sin embargo, ella volvió —junto a Mujeres Unidas X la Libertad— para acompañar en el viaje a todas sus hermanas.
Un viaje en un México que, como ella bien explica, “criminaliza la necesidad, sentencia el hambre y condena la ignorancia”.
Sus hermanas adentro
Con las estadísticas oficiales en la memoria, Bety nos cuenta que hay más de mil 500 mujeres en las prisiones de la Ciudad de México.
Las mujeres son las más abandonadas y estiman que a casi el 60% de ellas no tienen ninguna visita durante el año. Ahí es cuando empieza su trabajo con sus hermanas. “Fuimos compañeras, dentro de ese lugar somos familia”, explica.
Ella sabe cómo es la vida adentro de la prisión y los detalles que afuera ignoramos —o decidimos ignorar. Las mujeres privadas de su libertad no tienen toallas femeninas, no tienen ropa, zapatos o muchas veces ni siquiera con quién platicar. “O te compras una tarjeta de teléfono o te compras algo para comer”, nos recuerda Beatriz sobre la experiencia en las tiendas del sistema penitenciario.
Entonces, cuando Bety cobra de su trabajo en la lavandería sabe que puede apoyar a sus hermanas.
“Yo les envío para su tarjeta o para un chuchuluco”, bromea. “Tener 20 pesos y que sean tuyos, de verdad tuyos, es lo mejor porque tú decides qué comprarte”.
Cada toalla femenina, para una menstruación digna se las venden entre 5 y 10 pesos.
“Queremos que sepan que no están solas, que no vamos a dejarlas y que somos su familia, somos sus hermanas de prisión”, nos cuenta, al momento de recordar que, sus 12 mil 500 hermanas adentro de prisión en todo México, son solo una parte de su familia elegida.
Sus hermanas afuera
“Es bien chistoso”, nos dice Bety con esa extraña sonrisa de saber que, la siguiente frase que se viene, no tiene —en realidad— nada de chistoso. Nos cuenta de la similitud de entrar a la cárcel con salir. “Cuando ves esas puertas, te roban el aliento”, recuerda Bety al explicar los años que pasarás adentro de prisión y la incertidumbre de lo que sucederá con tu vida.
Cuando esas mismas puertas se abren, años después, “también te roban el aliento. Es el mismo shock al entrar que al salir”.
Al salir de prisión, las mujeres no reciben nada. No reciben una tarjeta de teléfono, dinero para el camino de regreso a casa, documentos de identidad o ya de perdida, un documento con el que puedan asegurar su libertad. “En lugar de confianza y felicidad lo que quieres es que se abran otra vez para regresarte porque ahí estabas protegida, tenías una cama. El alimento es incomible pero lo tenías. La discriminación, el estigma”
Sin documentos y sin red de apoyo, el camino de la reinserción social es cada día más complicado.
“Yo salí a los 50 años, ¿quién me iba a dar trabajo?”, se pregunta Bety, al recordar que ella tuvo la oportunidad de acompañarse de Adri, otra de las fundadoras de Mujeres Unidas X la Libertad, que fue por ella a la salida del penal.
Ahí se encuentra una parte fundamental de su asociación: ser la compañía, ser la familia que las reciba al salir. Prestando comprobantes de domicilio cuando nadie más lo haría, acompañando a firmar para rentar un cuarto o haciendo los trámites para que sus hermanas recuperen sus documentos de identidad.
Ellas incluso, han podido darles trabajo.
También en las oficinas de Mujeres Unidas X la Libertad pueden dar empleo hasta 10 personas dan clases de computación, cursos de emprendimiento. “Teníamos una chica que era la quinta vez que entraba, ahora es mamá y puso su panadería”, nos cuenta Bety con orgullo. “Que sepan que las mujeres dentro y fuera de prisión no somos mujeres de segunda clase. Somos mujeres con dignidad”.
Un día con Bety
Sabe de derecho penal, sabe de trámites burocráticos, sabe de justicia en el continente, cocina alianzas con organizaciones de toda América, sabe de lavandería, de cómo llevar a flote una asociación civil y de cuidar a una docena de perritos adoptados. El día que conocimos a Bety, acababa de tener un día especialmente caótico.
Ese día, nomás para acabarla de amolar, había chocado mientras acompañaba a una de sus hermanas a conseguir sus documentos.
“Cuando salimos siempre decimos que ya no tenemos tiempo para perder el tiempo”, se ríe. Cuando la vimos ya estaba en una conferencia por Zoom y platicaba con Adri, otra de las cofundadoras que nos acompañó a la entrevista con cafecito en mano, sobre cómo podían cambiarle el piso o construirle una pared a la terraza de su oficina.
¿Lo más cañón? Eran las 11 de la mañana.
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