Por Diego Castañeda

Esta semana tuve la oportunidad de asistir a una plática y presentación del libro Las virtudes burguesas, de la historiadora económica Deirdre Mccloskey. Dentro de sus comentarios en algún momento dijo algo sobre la desigualdad que parafraseo: “Criticamos demasiado al sistema económico y no defendemos mucho sus beneficios, la lucha contra la desigualdad no es importante”. También, en otro evento al que no asistí, comentó (y lo parafraseo de nuevo): “el combate a la desigualdad suele estar cargado de envidia”.

No pensaba escribir sobre desigualdad esta semana, pero dado lo escandaloso de estas declaraciones y el respaldo que reciben de algunos grupos dentro del país creo que es necesario. Mccloskey sostiene su argumento de una manera un tanto simplista, usando como sustancia la mejora dramática que hemos tenido en las condiciones de vida en el planeta tierra a lo largo de los últimos 200 años. Si bien esta mejora es una transformación secular en el mundo, no deja de ser una generalización que enmascara la realidad de nuestro tiempo. Vivimos, al mismo tiempo, en el mejor mundo posible en algunas cosas y en el peor mundo posible en otras.

¿Qué pensamos los mexicanos sobre la corrupción en el país?
Foto: GettyImages

Hablar de promedios, por ejemplo del ingreso medio en países como México, tiene cierta utilidad cuando discutimos aspectos como el crecimiento económico, pero no para evaluar las diferencias entre los niveles de vida. México es un país donde en promedio cada mexicano gana alrededor de 8,200 dólares al año; no obstante, cuando observamos la distribución del ingreso ese dinero sería equivalente al ingreso de un individuo a partir del decil IX: el 80 por ciento de la población gana menos y un número muy grande, más del 50 por ciento, no cubre una línea de subsistencia. El crecimiento es de suma importancia, virtualmente todos los economistas están de acuerdo en esto, el problema está en cómo se distribuyen sus ganancias.

Así, el argumento de Mccloskey sobre lo inútil de la redistribución—¿por qué quitarle algo al más rico para dárselo al más pobre?—sostiene que sólo reduce marginalmente la desigualdad y coarta la libertad; sin embargo, es un argumento equivocado. Sólo es cierto en casos extremos, donde todos en la distribución ganan algo parecido al ingreso medio. En distribuciones reales, como las que observamos en casi todo el mundo, las diferencias son tan grandes que la distribución tiene un rol importante, sobre todo cuando es bien ejecutada (se reduce la desigualdad fuertemente). Los datos sobre desigualdad antes y después de impuestos de la OCDE, por ejemplo, lo confirman.

Quizá la forma más efectiva de combatir este tipo de argumentos y mostrar lo perniciosa que es la desigualdad en la vida social es leyendo con cuidado el libro The Spirit Level, de Wilkinson y Pickett. Estos autores, fieles a su formación de epidemiólogos, le dieron un vistazo a la desigualdad económica en su impacto en enfermedades mentales, violencia, salud y hasta en las relaciones.

Lo que analiza The Spirit Level es un buen ejemplo de esta peligrosidad—y cómo lejos de una cuestión de envidia es una cuestión de calidad de vida y de libertad verdadera. Wilkinson y Pickett encuentran que la desigualdad de ingresos incrementa las mediciones de ansiedad en las personas, hace que las personas le demos más importancia al estatus social que tenemos, a la posición social en que nos encontramos; en suma, hace que le demos más importancia al consumo conspicuo para diferenciarnos. La mayor desigualdad está vinculada a mayor competencia por estatus y favorece la sobreproducción de élites a través de mecanismos como el emparejamiento selectivo (que discutimos hace 1 año aquí mismo).

Recomendación de lectura: Bodas, desigualdad y otras distopías

Aprovechando el pasado 14 de febrero como contexto, podemos encontrar que las mediciones muestran que en los países más desiguales la gente tiene menos consideraciones románticas al elegir pareja y le da más importancia a aspectos financieros, posición social, ambición e ingresos. En las sociedades más desiguales, donde las relaciones y casi todo aspecto social tiende a ser mercantilizado, hasta el amor corre peligro de desaparecer.

Buscar la disminución de la desigualdad es un objetivo instrumental si queremos construir sociedades donde realmente seamos libres, donde exista menos malestar social y donde la vida se disfrute más. Para ello necesitamos rescatar el Estado, reivindicar lo público y detener la incesante mercantilización de la vida que hacemos día a día. Quizá así como el 14 de febrero existe como una celebración impulsada por el consumo, deberíamos buscar un día en algún mes y llamarlo el día de la igualdad o el día contra la desigualdad. Algo parecido a lo que algún día fue el día del trabajo en este país. Quizá ese día la celebración podría ser exigir políticas públicas que cierren las crecientes brechas en nuestra sociedad.

***

Diego Castañeda es economista por la University of London.

Twitter: @diegocastaneda

Todo lo que no sabías que necesitas saber lo encuentras en Sopitas.com

Comentarios

Comenta con tu cuenta de Facebook