Por José Ignacio Lanzagorta García
Entre música cristiana y citas bíblicas es el peor lugar para que un político mexicano diga que quiere hacer una “constitución moral”. También es el mejor: la ovación que recibió por parte de los asistentes del Partido Encuentro Social tuvo la frescura y sinceridad que Anaya y Meade no consiguieron, parece, ni cuando llevaron a casa una boleta con buenas calificaciones. López Obrador se mostró frente a los evangélicos como lo que ellos más anhelan ver: un líder religioso que concilia su entendimiento sobre el proyecto de Jesús con su proyecto de nación.
El líder del PES mismo, Hugo Eric Flores, lo ungió como Caleb, un héroe del Antiguo Testamento al que, cuando el pueblo de Israel vagaba en el desierto, Moisés envió como espía a la llamada “tierra prometida”. Caleb regresó fascinado y entusiasmado por conquistarla, pero le esperaban aún 40 años más de espera, dolor y penitencia en el desierto. Ya en sus 85 años, Caleb entra triunfante a la tierra prometida y pide le dejen conquistar para sí el mítico monte Hebrón. Bueno, para ellos, la espera de López Obrador es la de Caleb. Desde ahí, prometer una “constitución moral” suena tan liberador e iluminador como cuando el propio Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas de la ley que su propio dios le entregó. ¿Cómo no le iban a aplaudir eufóricos?
El auditorio es perturbador. Al día siguiente, cuando apenas estábamos digiriendo la nota, el oscuro senador José María Martínez Martínez renunció al PAN y se rumoró que se incorporaría a Morena. Si lo que pretendíamos es separar el vicio de equiparar “moral” con “religión” en la cultura política nacional, no están ayudando. Sin embargo, no hay novedad en la insistencia de López Obrador por hablar de moral. Su “república amorosa” no es más que eso. En un excelente ensayo en la revista Nexos, publicado ya desde 2012, Mario Arriagada reflexiona sobre este regreso de la moral a la vida pública desde la izquierda lopezobradorista. Apunta sus riesgos, sus limitaciones y sus virtudes.
Nada de malo hay en hablar de moral desde la política… si están intrínsecamente ligadas. Al final, la moral bajo un régimen democrático liberal es el imperio de la ley. Y la ley, como instrumento de lo público, está en constante deliberación y movimiento. Es ahí donde se consignan el conjunto de cosas que, en la vida pública, están “bien” y las que están “mal”. Bajo el liberalismo, lo que no esté ahí regulado queda a completa disposición del individuo, quien puede elegir cómo ser bueno o malo según le plazca, incluyendo cualquier culto religioso o club que le indique cómo vivir su vida. Que la ley sea la norma de lo público requiere de su imposición, pero esto implica, sobre todo una operación moral: es lo “mejor”, es lo que “debe” hacerse en aras de una “buena” convivencia. Si la ley en general —es decir, no leyes concretas— está desmoralizada, no me parece incorrecta la estrategia de volver a cargarlas de sentido ético. Sobre todo si, además, se está pensando en replantear el sentido y contenido de las leyes concretas.
Desde la izquierda la moral juega un papel aún mayor que había sido deliberadamente soslayado a lo largo de buena parte de todo el siglo pasado. La aspiración a la igualdad bajo una estructura social y material profundamente desigual es, sobre todo, una batalla moral. Es decir, desde la izquierda se parte que la moral pública vigente no es adecuada, pues el sistema mismo que se vive es injusto y desigual, que los aparatos legales y de valores que debieran normar la vida pública en realidad favorecen solo a la acumulación de capital por unos cuantos. Por esa razón, el ejercicio moral de la política desde la izquierda no solo debe ir por la condenar la inmoralidad del tiempo presente, sino y siguiendo a Arriagada, proponer e imaginar otros mundos posibles y convencer sobre cómo estos son “más buenos”.
La idea de hacer una “constitución moral” resulta inicialmente chocante. En ella imaginamos a un autócrata que busca establecer un mecanismo para desacreditar a sus oponentes a través de una vigilancia moral que sanciona con un repudio censor. Proponer una “constitución moral” en un foro religioso como el que hizo López Obrador, pone en alerta sobre las autonomías que el liberalismo le ha ganado a las religiones para que los individuos puedan decidir sobre sus vidas privadas. La promesa de hacer esto “compatible” con el laicismo, como señaló López Obrador se siente frágil. Sin embargo, y como siempre, López Obrador tiene la oportunidad para hablar de moral desde otro lado, desde la izquierda, desde la creatividad y no volviendo a las fórmulas y estructuras morales —como las religiosas— que precisamente encontramos perniciosas. En una expectativa menos entusiasta, realista y más pragmática: puede no ser más que un instrumento de campaña y de imagen pública —en caso de ganar— que precisamente eleve los costos políticos de escándalos de corrupción y malas prácticas de su gobierno.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito