A lo largo de todo este tiempo, he desarrollado una idea sobre la teoría que la resumiría de la siguiente manera: la crisis de las humanidades, en la que se incluye la teoría, se debe a un sistema neoliberal que ha transformado la mentalidad de las personas para pensar de acuerdo a intereses económicos y no políticos, culturales o humanistas, incluso ecológicos. A este tipo de individuo lo llamé, retomando a Foucault, homo oeconomicus y, a esta forma de pensamiento, “razón neoliberal”. También hablé de cómo las instituciones académicas deben educar a este individuo para que sea productivo en el mercado laboral, pero pasé por alto explicar cómo esas instituciones públicas se han tenido que adaptar, tanto en su estructura, sus programas, su burocracia interna y su servicio social a las nuevas demandas del capitalismo. Y es que una cosa es verdad: el gobierno, la educación y toda institución cuya función antes era pública para el beneficio de los ciudadanos, si no se han privatizado, al menos han adoptado las estrategias corporativas para llevar a cabo sus tareas de manera más “eficiente”. O sea, las universidades públicas se han reestructurado de acuerdo a la razón neoliberal y su funcionamiento ya no se distingue del de una corporación. Que algunos países ahora sean gobernados por empresarios exitosos es el síntoma más característico de la razón neoliberal, como podemos ver en Estados Unidos y Francia, en algunos estados en México y el auge de candidatos independientes venidos del empresariado.
Las universidades se han sometido a las reglas del mercado –la competencia imperativa, la acumulación, la maximización del lucro y la productividad– y esto ha alterado tanto la relación entre profesores (sindicatos), profesores-alumnos, profesor-institución e institución-sociedad. Estos cambios se han manifestado de varias maneras, por ejemplo —como se planteó en las entrevistas a académicos— la precarización del trabajo y otras que abarcan el alza a las matrículas para maximizar ganancias, la demanda de profesores con posgrado para mejorar la calidad educativa (aunque su remuneración no sea proporcional a la preparación), el trato de los estudiantes como clientes a satisfacer, el pago de publicidad para aparecer en los rankings de mejores universidades, demandar a los profesores innovación continúa y, si fallan, quitarles prestaciones, hacerlos competir, obligarlos a publicar dos artículos académicos al año, un libro cada tres años, asistir a congresos, asesorar estudiantes, hacer servicio social, atender innumerables reuniones, involucrarse en la administración del programa, participar en talleres pedagógicos y, claro, no menos importante, dar clases. En pocas palabras: se somete la educación a la lógica de un mercado de innovación, producción y plusvalía.
El profesor y los estudiantes se ven atrapados en una dinámica que tiene poco que ver con la pedagogía y mucho que ver con el mercado. Y, ante este panorama tan apocalíptico, ¿qué futuro puede ofrecer la educación humanista, por no decir universitaria en general? Las estadísticas demuestran que hace diez años las personas con posgrado ganaban 10 mil pesos más que ahora; es decir, si se tenía maestría o doctorado, se podía alcanzar un sueldo de, digamos, 24 mil pesos mensuales, mientras que hoy apenas llega a los 15 mil (sin olvidar la imparable inflación que empequeñece aún más esa cifra).
Asimismo, en la anterior columna, presenté un panorama de los conflictos políticos de la teoría con regímenes totalitarios durante el siglo xx. Vimos que algunos teóricos enfrentaron situaciones extremas como el exilio y la cárcel, pero todo esto sucedió en un siglo en el que los extremos no se tocaban y los conflictos ideológicos tenían consecuencias globales terribles. Hoy podríamos aseverar, siendo muy optimistas, que esos conflictos se han apaciguado desde la caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS, acontecimientos que según en la narrativa occidental confirmó la victoria del libre mercado y de la democracia liberal. Los académicos ya no tendrían que escapar a otros países, sino que ahora podrían gozar de la libertad de expresión total en las aulas de clase. Sin embargo, si atendemos lo expuesto anteriormente, hemos pasado de la dictadura del Estado a la del mercado y, por esto, la libertad de cátedra es acotada porque el académico ya no tiene una función pública: se le ha encerrado en un cubículo y al conocimiento en revistas indexadas o bases de datos privadas cuyo acceso es limitado y no público, aun y cuando es la sociedad entera, con los impuestos, la que financia la mayoría de las investigaciones. ¿De qué sirve la libre cátedra si el público es mínimo? Sólo 7% de la población mundial cuenta con un grado universitario y la educación cada vez es más cara, más privatizada y menos determinante para garantizar un buen sueldo.
Al presentar una mínima historia de los conflictos de la teoría con el Estado, quise demostrar que esta situación no siempre fue así. La teoría y la crítica tuvieron un papel fundamental en el espacio público desde el surgimiento de los periódicos en el inicio de la modernidad. Si tomamos en cuenta la historia que traza Terry Eagleton en La función de la crítica, esta última se ocupó de formar las mentes educadas de la burguesía en los inicios de la modernidad y por tanto ocupaba un importante lugar en la “esfera pública” —concepto que retoma del filósofo alemán Jürgen Habermas—; se discutía de libros en clubes o cafés y en las páginas de los periódicos; es decir, la literatura y su crítica, en lugar de satisfacer una curiosidad espiritual, proporcionar confort, entretenimiento o escapismo, en cierta medida eran una práctica política que ayudó a fundar muchas de nuestras instituciones democráticas, entre ellas la libertad de expresión.
Ahora, conforme la desigualdad sigue en aumento cada vez menos gente tiene acceso al conocimiento y esta situación, en última instancia, lo que pone en jaque es la democracia misma que, aunque imperfecta, es la mejor forma que tenemos de formar sociedades plurales. En palabras del antropólogo Claudio Lomnitz en su libro La nación desdibujada. México en trece ensayos, esta tendencia se debe a una falta de representación de un Estado que da un paso atrás para dar protagonismo al mercado y que se manifiesta en varios rubros políticos —como la impartición de justicia— y culturales que abarcan la academia, el periodismo de investigación y las artes. Al priorizar la productividad de las universidades para satisfacer las demandas del mercado y los estándares internacionales se escindió la relación entre investigación académica y sociedad, creando así dos universos paralelos: el mundo de los congresos, conferencias, revistas y libros especializados y el mundo de la gente común que lleva una vida totalmente separada de un conocimiento concebido como innecesario para mejorar sus condiciones sociales y políticas.
La teoría y la crítica literaria siempre han estado en el centro de las tragedias políticas y su mayor problema hoy no se trata de crear conceptos, estructuras, tinglados teóricos sobre la literatura: se trata de arrancarla de las revistas indexadas y de ponerla, de nuevo, sobre la mesa de discusión en cafés, en parques, en la cena familiar. Se trata de hacer de la educación universitaria un espacio abierto y democrático. Se trata de reflexionar sobre nuestras propias ficciones porque es, reitero, una manera, tal vez la más lúcida, de reflexionar sobre nuestras propias realidades. Es por todas estas razones que la teoría es peligrosa para el Estado y el establishment. No por nada hoy, después de casi un siglo del debate entre Lukács y los miembros de la Escuela de Frankfurt —que expuse en la primera columna—, a casi cincuenta años de su muerte, su pensamiento y su teoría de la literatura siguen causando rencor e incomodidad en su país natal, Hungría, en donde el pasado enero removieron de un parque público una estatua en su honor y además fue declarado “enemigo del pueblo” por el partido conservador que domina ese país. Así los regímenes llamados democráticos liberales: han removido la teoría de la esfera pública y la han blindado en cuatro paredes. Habrá que hacer lo mismo que se ha hecho con todos los demás muros: derrumbarlos.
Para la próxima columna, entrevistaré a escritores mexicanos para que nos hablen del rechazo de la teoría y la academia en el ambiente mexicano. ¿Por qué los intelectuales mexicanos son tan reacios a los teórico? Por lo pronto, voy por a coger mazo y pico, a ver qué pasa.
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Francisco Serratos es autor de Breve contrahistoria de la democracia (Festina) y profesor de la Washington State University.
Twitter: @_libretista