Por Esteban Illades
La próxima semana, por fin, terminarán las precampañas locales y federales para los distintos cargos de elección popular que se juegan el 1 de julio. En lo que han sido los dos meses más largos de la historia, hemos vivido una de las simulaciones más claras de los últimos años, a nivel de la famosa frase de Jorge Ibargüengoitia: “’El domingo son las elecciones, ¡Qué emocionante! ¿Quién ganará?”.
Cierto, los resultados del primero de julio, a diferencia de décadas anteriores, pintan para cualquier lado –según la mayoría de encuestas, Andrés Manuel López Obrador está a la cabeza en este momento–, pero el proceso que hasta hoy hemos vivido ha sido un gran engaño perpetrado por todos los partidos en conjunto.
Las así llamadas precampañas han sido todo menos previas. En todos los grandes partidos se ha sabido desde un inicio qué sucedería: en el PRI se dio el famoso “dedazo” que ungió a José Antonio Meade como contendiente único desde la hora cero. Aunque el registro en teoría estaba abierto para que cualquier otro priista o simpatizante se inscribiera si así lo deseara, se supo desde siempre que a Meade nadie le haría ni siquiera un pleito ficticio. Vaya, incluso hasta en tiempos de Roberto Madrazo hubo un poco más de teatro. ¿Alguien recuerda a Everardo Moreno?
Meade siempre fue el único, aunque por ahí se haya filtrado que lo iban a reemplazar. (Lo cual tampoco hubiera sido competencia.)
En Morena el candidato estaba decidido desde el Pleistoceno temprano. Al igual que en el PRI, hubo una mesa abierta para que quien osara disputarle el cargo a López Obrador lo hiciera, pero nadie –bueno, sí, un par de personas que fueron descalificadas de inmediato por el partido, porque, sépalo, pueblo bueno, líder sólo hay uno– en su sano juicio se atrevió. La candidatura de AMLO estaba cantada desde 2012, cuando, a pesar de haber empatado con Marcelo Ebrard en las encuestas del PRD en esa época, alzó la mano y se ungió a sí mismo.
Por su parte, el Frente, que ha cambiado tantas veces de nombre que al día de hoy es difícil referirse a él como en teoría se llama –Por México al Frente, parece ser–, era la única promesa de un proceso abierto para las candidaturas. En un inicio se habló de múltiples aspirantes, de debates internos, encuestas, de todo el show que uno esperaría de un proceso electoral en el que, para variar, el dinero que se están gastando los partidos corre a cuenta del resto de los mexicanos.
Pues nada. Uno a uno, obedientes o pactados, fueron cayendo los opositores a Ricardo Anaya. Quizás la única persona que le plantó cara fue Margarita Zavala, quien decidió irse del PAN, tras varias décadas de militancia, al darse cuenta de que el proceso que tanto se presumía jamás se llevaría a cabo. El resultado para Zavala también fue desastroso: aunque hoy parece estar cerca de llegar a la boleta electoral tras la locura de juntar casi 900,000 firmas, sus números no llegan ni a los dos dígitos.
Esto porque el juego político en México sólo se puede dar dentro de un partido; los independientes –muchos de los cuales participaron abiertamente en el cochinero de la compra de firmas y credenciales–, ni siquiera los expartidistas, tienen cabida.
¿Dónde dejó esto al Frente? En un proceso unipersonal, al igual que los otros dos precandidatos únicos de los otros dos partidos con posibilidad de hacerse con la presidencia.
¿Y dónde dejó a los ciudadanos? Expuestos ante una avalancha de anuncios de la cual es casi imposible escapar, en particular en las ondas radiales. Desde mediados de diciembre lo único que se escucha es propaganda de precandidatos que no son tal; de campañas que graznan como pato, se ven como pato pero se quieren hacer pasar por ganso; con el añadido de que en teoría esto no estaba permitido por la ley pero el Tribunal Electoral dijo que qué más da, que el pueblo coma spots.
Por eso Ricardo Anaya toca la guitarra por donde va, por eso José Antonio Meade hace planas en Twitter y por eso López Obrador le receta a sus oponentes medicinas, porque en teoría no son candidatos y en teoría no pueden hacer proselitismo para el público en general, sino para los militantes de sus partidos.
Estamos, entonces, atrapados en el peor de los mundos: en una campaña permanente en la que las propuestas se sustituyen por chascarrillos vacíos a la espera de que el árbitro electoral, el INE, ice la bandera y les de permiso de, ahora sí, presentar propuestas para gobernar y le pueden hablar al país entero.
¿Cuándo sucederá esto? Hasta el 30 de marzo. Y aun así, después de dos interminables meses de someternos a estos anuncios, ahora tendremos otros dos en los que el INE determinará que estas tres personas, más los independientes que no hayan transado las suficientes firmas para ser eliminados, deben pasar a la siguiente ronda y bombardearnos una vez más a toda hora y todo día hasta que por fin podamos tachar una boleta.
Después sabremos quién ganó y una vez más comenzarán a trabajar los procesos preelectorales en camino a la siguiente elección para que –enjuage y repita– tengamos a candidatos que no son candidatos, que pedirán el voto sin proponer nada, que no competirán entre sí porque lo que más les conviene es fingir que están en proceso interno cuando ni siquiera sus mamás se lo creen.
Así, por los siglos de los siglos, hasta que el sol se trague a la Tierra y el Sistema Solar deje de existir.
(Y sí, esto se fue muy lejos, muy rápido, pero eso es lo que pasa cuando a un ser humano lo someten estilo Naranja mecánica a 59 millones de spots electorales.)
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