Todas las historias tienen un punto de inflexión, un momento que visto a la distancia nos ayuda a entender la sucesión de hechos que desembocaron en lo que hoy podemos leer en los libros.
Fue justamente el 2 de agosto de 1934, cuando Adolf Hitler llegó a la cima del poder alemán de la mano del Partido Nacional Socialista (Nazi). Tras fusionar su puesto de canciller con el de presidente, luego de la muerte de Paul von Hindenburg, Hitler se convertiría en el único líder de Alemania, poniendo en acción a su policía de Estado, la Gestapo, y activando el plan de rearme militar y expansión territorial establecido en Mein Kampf.
El Führer se mantendría en el poder hasta su muerte, un periodo de casi 11 años que finalizaría con la fugaz sucesión de Karl Dönitz, la rendición de la Alemania Nazi ante Los Aliados y el fin de la Segunda Guerra Mundial.
78 años han pasado desde entonces y pareciera a veces que la sombra del holocausto todavía se posa sobre nosotros. La segregación hitleriana que se gestó en aquella época, ahora subsiste regida por otros parámetros. El mundo está lleno de campos de concentración: favelas, suburbios, en donde la miseria reina y la atrocidad revive cada tarde para sacar la peor parte del ser humano.
Hoy vemos a lo lejos, desde un país también en conflicto, a la vieja Europa librando una nueva guerra: una guerra económica en contra de sus propios miembros. Grecia, España, Irlanda, Italia, son grandes campos de concentración en potencia, aislados por el Euro y condenados a trabajar años, muchos más años de los que duró la era de Hitler, para pagar una deuda que nunca lograrán explicarse.
La gran diferencia, es que en aquél entonces, el 2 de agosto de 1934, Hitler tomó la bandera del nazismo y se convirtió en un símbolo para esa ideología y la tragedia que generó. Tras su muerte, el nazismo cayó como cae una estatua. Lo terrible de nuestro tiempo, es que no hay un rostro para este sistema económico del que somos esclavos, no hay un monumento que derrumbar para aniquilar la injusticia.