Un día como hoy, hace 67 años, por órdenes del entonces presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, cayó una de las dos bombas nucleares que obligaron a Japón a rendirse.
El lunes seis de agosto de 1945, un bombardero estadounidense soltó una bomba nuclear, bautizada como Little Boy, de 16 kilotones. En un parpadeo la explosión acabó con la vida de aproximadamente 140 mil personas, constituyendo el primer ataque nuclear registrado en la historia. Unos días más tarde, el 9 de agosto, la bomba Fat Man de 25 kilotones cayó sobre Nagasaki, quitándole la vida a cerca de 80 mil japoneses. La caída de esta segunda bomba nuclear es el segundo y último ataque nuclear en la historia.
El pueblo nipón, con dos ciudades totalmente aniquiladas, miles y miles de muertos y un país en ruinas, no tuvo más remedio que rendirse incondicionalmente ante el nuevo poder de destrucción de sus enemigos americanos, marcando el final de la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de la destrucción y las dolorosas consecuencias que más tarde sufriría Japón, el presidente Truman presumió con orgullo el nuevo poder de destrucción que tenía la nación estadounidense en sus manos, con la cual tendrían la capacidad de acabar con cualquiera de sus enemigos con una fuerza incomparable.
Ahora estamos preparados para acabar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. Que no haya error, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer guerra.
La destrucción de estas dos ciudades es el final de la trágica Segunda Guerra Mundial, la cual, junto con la primera y la Guerra Fría, convirtió al Siglo XX, tan lleno de promesas y avances para la humanidad, en el siglo más terrible y destructivo de la historia. La destrucción de Hiroshima y Nagasaki, lejos de ser un orgullo y símbolo de progreso, es una de las más trágicas manchas en los registros de la humanidad.