Por José Ignacio Lanzagorta García
Este año comenzó con el novedad de que en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, se aproximaban a un “día cero” de agua. No había llovido tal vez a consecuencia de las perturbaciones planetarias que es capaz de generar el fenómeno del Niño, sumado a los recientes indicadores de cambio climático que recrudecen todo: la falta y la sobra. Sus reservas de agua menguaban a un ritmo estrepitoso, así que la ciudad entera comenzó a organizarse en torno a una estresante economía política del agua que capitalizaron y sepultaron a algunos actores políticos. Se trataba de reducir los consumos de agua drásticamente con el fin de retrasar la llegada de ese día cero, mientras las élites comenzaron a encontrar formas de almacenarse agua y sobrellevar la crisis. Acercándose la fecha del temido día, llovió. Y muy fuerte. Y siguió lloviendo. El día cero, anunció el gobierno, se aplazaría hasta el próximo año, por lo que las medidas de racionamiento debían continuar… es más, quedarse para siempre, pero hubo un respiro a la crisis.
De acuerdo a las crónicas y análisis que se han escrito sobre este episodio en la ciudad sudafricana, la amenaza del “día cero” era creíble, pero no estaba tan clara. Sí se esperaba alguna regularización del régimen de lluvias, así como explorar otras formas de abastecimiento que adormecerían la crisis, pero en todo caso la situación sí se avizoraba crítica y sí era preciso contribuir disminuyendo el consumo diario de agua a 50 litros por persona –según la Organización Mundial de Salud el acceso óptimo es de 100 litros diarios disponibles de manera continua y cercana-. La idea del día cero fue, sobre todo, una campaña gubernamental y una que, aunque llena de incentivos perversos, resultó muy efectiva para lograr el cambio de hábitos.
La Ciudad de México, nos dicen una y otra vez, está al borde de un colapso hídrico. Tanto, que tal vez no nos la creemos. De hecho, buena parte del oriente, el norte y otras zonas periféricas, enfrentan problemas de abastecimiento normalizados. De unos años para acá, incluso en las zonas centrales de la ciudad, los cortes de mantenimiento y la baja de presión se ha vuelto una constante en algunas colonias. El Sistema Cutzamala, ideado como complemento de abasto para la expansiva ciudad de mediados del siglo XX, se volvió la fuente principal de buena parte de la urbe y, encima, ha quedado rebasado, pues el crecimiento no solo continuó sino escaló. Sus ampliaciones y etapas sucesivas avanzan más lento que la necesidad. Hay, en el Valle de México, un tema de grandes infraestructuras del que es difícil imaginar si la solución está simplemente en producirlas y encomendarse a Tláloc o si, más bien, convenga abandonar el modelo de organización social en ciudad –y el modelo económico-, al menos como la hemos concebido en la modernidad. Aunque la primera no es una utopía y la segunda sí, ninguna de las dos pinta de resolución expedita.
Entre una cosa y la otra, según un documento del Foro Económico Mundial, en la Ciudad de México el promedio de consumo diario son 366 litros –recordemos que Ciudad del Cabo redujo a 50. Desconozco los detalles del cálculo, supongo que, dada la desigual distribución de agua en la ciudad, en ese dato está también reflejado lo muchísimo que se pierde en las fugas de un sistema viejo y en un terreno que se hunde. Y entonces parece que lo más urgente es simplemente arreglar las fugas. Y sí, “darle mantenimiento” al sistema. Y… esperar. Esperar que vuelva a caer agua de la llave como siempre lo ha hecho. La incomodidad de las cubetas y tambos cede a nuestra cotidianidad restablecida. Porque no hay amenaza de un “día cero”, sólo estamos arreglando el sistema y ya. Cada vez más seguido. Cada vez tardándonos más. Pero el hábito del consumo tal vez no cambia… porque el agua, creemos, ahí sigue.
El sueño: transitar hacia otro modelo de organización social que incluya un cambio de entender lo urbano ya no como concentración. Lo urgente: modificar nuestra relación con el agua. Este corte de agua nos da para reflexionar muchísimo, pero no sé qué tanto para lograr esto último. No sé si plantearle a la Ciudad de México la inminencia de un “día cero” –con las debidas escalas y características del caso– pudiera ser algo positivo. Seguramente lograríamos incorporar a nuestra vida reducciones al consumo de agua, así como incorporamos algunos extraños hábitos de higiene y prevención cuando tuvimos la crisis del AH1N1 en 2009. Pero no imagino algo así sin una catástrofe de por medio. Todas las desigualdades, todas las corruptelas, todas las injusticias, todas las debilidades y selectividades del Estado no harían más que ponerse al servicio de hacer de ese trance uno de los más caóticos y dejar a los desfavorecidos más desfavorecidos. Pero no imagino ya cómo podremos cambiar nuestra relación con el agua. Tal vez se imponga el día en el que plantear un “día cero” no sea una campaña gubernamental, sino una realidad.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito