Por Paloma Villagómez Ornelas

Estamos a un par de semanas de que termine un año difícil como pocos. Entre desastres naturales, calamidades políticas, explosiones de violencias de todo tipo y la profundización de las desigualdades, 2017 parece haber sido diseñado para recordarnos cuán frágiles somos y lo desprotegidos que estamos. ¿Necesitábamos el aviso? Quizás.

El año se fue volando entre un amplio espectro de adjetivos. Por cada momento alegre, creativo y solidario, tuvimos otros francamente espeluznantes, frustrantes, dolorosos y muy indignantes. Pero hay un sentimiento común en los balances propios de estas épocas que hoy parece muy presente y terco: la vergüenza.

¡Qué vergüenza!, decimos una y otra vez cuando un servidor público, un medio de comunicación, un personaje famoso, un equipo deportivo, un gremio, una institución o nuestros pares actúan de un modo que parece incorrecto, a pesar de que uno supondría que tienen los medios y la conciencia para actuar apropiadamente. La “corrección política” que tanto incomoda –piénsela como justicia elemental, tal  vez así moleste menos– ha abierto la puerta a un alud de denuncias que nacen, precisamente, de la vergüenza propia y ajena.

Pero ¿qué es la vergüenza y qué es lo que denunciamos cuando algo nos parece vergonzoso? La vergüenza es una de las emociones que más nos vinculan con los otros, pues se construye directamente en relación con ellos. Sentimos vergüenza cuando nuestra conducta es juzgada y desaprobada por algún tipo de autoridad, que no es sólo un ente superior, divino o externo a nosotros. Es también esa “voz interior”, educada desde la infancia que, si bien nos ayuda a estar vigilantes, ser críticos y actuar bajo nuestro propio albedrío, complementa a las normas de la sociedad desde nuestro fuero interno.

Es posible que cuando estemos en soledad, fuera del escrutinio de los otros, relajemos un poco las reglas del juego, pero incluso entonces permanecemos vigilantes: no desaparece el peso de las normas, lo que se desvanece es la amenaza de la sanción. Ya lo dice aquel refrán socarrón y transparente: vergüenza no es robar, sino robar y que te cachen.

La vergüenza o la necesidad de evitarla –tanto como a su hermana mayor, la culpa– es una fuerza poderosa que nos hace desear adaptarnos a nuestro entorno, pertenecer, ser aceptados. En este sentido, la vergüenza cumple un papel fundamental, pues inhibe que actuemos de maneras que puedan resultar afrentosas o incluso dañinas para los otros y que, como consecuencia, seamos desterrados de una comunidad que sin duda necesitamos.

Buena parte de las normas que interiorizamos tienen que ver con esto, con respetar a otros, convivir en términos pacíficos y reciprocar. Esto no quiere decir que sea deseable sentir vergüenza pero, en algunos casos, cuando las normas que la producen tienen que ver con la defensa de la propia integridad y el respeto a la de otros, la vergüenza puede ser vista como un poderoso mecanismo civilizatorio.

El problema, entonces, podría no estar en la vergüenza por sí misma sino en las normas que la alientan. En sociedades modernas como la nuestra, en las que gozamos de mayor libertad y más opciones para elegir un estilo de vida, la voluntad personal y la autodeterminación han ganado gran peso, al mismo tiempo que las normas sociales se multiplican y entrometen cada vez más en espacios muy íntimos de nuestra vida personal. Hay, pues, una tensión creciente entre la voz interna y la voz externa, lo que eleva la confusión y el número de situaciones en las que corremos el riesgo de sentir vergüenza y culpa.

Pero, además, la valoración desproporcionada y confusa de la individualidad, el mérito, el pragmatismo y la competencia, combinada con una gran desigualdad en el acceso a  oportunidades y severos problemas de justicia social, nos han llevado a sentirnos avergonzados no sólo por hacer sino también por ser. Avergonzamos a otros, desde nuestra propia vergüenza, por casi todo: el estatus, la identidad sexual, el cuerpo, el lugar de residencia, el color de la piel, la pobreza, la ignorancia, la manera de hablar, lo que consumimos y dejamos de consumir. En condiciones tan confusas como éstas, el juicio externo, convertido ya en esa vocecita incómoda alojada entre ceja y ceja, nos hace sentir que nuestros afectos, aspiraciones, gustos o logros no sólo no son adecuados, sino que son incluso despreciables.

La vergüenza es una denuncia y, al mismo tiempo, un distanciamiento frente a un hecho o comportamiento que parece inadmisible en algún nivel de la ética personal y colectiva. Sin embargo, cuando esa ética es profundamente individualista y prioriza argumentos prácticos por encima de sus consecuencias morales –digamos, aliarse con partes que postulan principios no sólo antagónicos a los propios, sino potencialmente perjudiciales–, algo salió mal y el temor a la vergüenza que nos modera y obliga a actuar con cierta congruencia y sensatez, cede terreno a un cinismo preocupante.

Esto puede ser fulminante para nuestra personalidad. La vergüenza adopta formas de expresión, incluso corporales, que nos hacen querer desaparecer, hacernos minúsculos, salir de la mirada del otro, de su escrutinio real o potencial. Cuando nos sentimos avergonzados por alguna causa que consideramos nuestra responsabilidad, enrojecemos, bajamos la mirada, nos  llevamos las  manos a la cara, a la boca. Toda la gestualidad del cuerpo intenta enmascararnos, ocultarnos.

Esta necesidad de desaparecer, de no ser visto cuando nos sentimos culpables e inmerecedores, es terrible para nuestra identidad como individuos, pero también como ciudadanos. Es particularmente grave, además, cuando buena parte de nuestra vergüenza colectiva nace de la clase que nos gobierna, de la corrupción y de la injusticia que nos encienden la cara y nos hace sentir humillados, deshonrados. Si bien entendemos que los responsables directos de las acciones que nos sobajan son otros, de algún modo compartimos la vergüenza de permitírselos, una y otra vez.

Cuando decimos “¡Qué vergüenza, diputada! ¡Qué vergüenza, presidente!” no sólo estamos exigiéndoles que sientan un poco de esa sanción moral y que enmienden sus arbitrariedades. En ese reclamo también proyectamos nuestra propia vergüenza por pertenecer a un sistema que tolera que nos desaparezcan de facto cada vez que “ni nos ven ni nos oyen”.

El problema con sentir vergüenza y culpa por ser cómplices, es que ambas son emociones que inmovilizan, desarman. Tal vez valga la pena intentar cambiar la vergüenza y su vocación desvanecedora por un sentimiento distinto. O bien, por una vergüenza distinta, una que sancione las pequeñas humillaciones e insolidaridades de las que somos víctimas y artífices todos los días, que responda a una ética menos centrada en nosotros y más en aquellos con quienes compartimos esta sensación tan parecida al desahucio. Una que nos provoque culpa por avergonzar a otros, por hacerlos invisibles con acciones y omisiones.

Las sanciones morales, de algún modo, nos convierten en seres sociables; nos contienen y mantienen. No necesitamos eliminarlas y tampoco volverlas más rígidas. Eso sólo abre la puerta al miedo y a formas irracionales de autoridad y control, como las que hoy nos amenazan desde la ley. Lo que necesitamos es inventar otras, unas que nos reúnan, nos solidaricen y nos defiendan. No necesitamos desmoralizarnos. Necesitamos otra moral, otra culpa y otra vergüenza.

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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.

Twitter: @MssFortune

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