Por José Ignacio Lanzagorta García
Los centros históricos son, encima de todo, aglomeraciones de memorias indigestas. En un mismo edificio, en una esquina, en una plaza pudieron haber pasado, en diferentes siglos, tantas cosas que dejaran cicatrices u ondulaciones a lo largo del tiempo. A veces estas ondas simplemente dejan de vibrar y lo que fueron cicatrices, ya pocos las reconocen como tales. Y entonces no es hasta que el edificio es destruido para levantar uno nuevo que reaparece la memoria del sitio en la voz de algunos nostálgicos, como si se hubiera roto una membrana que resguardaba como secreto lo importante, lo sensible, lo hermoso que en realidad siempre había sido ese patrimonio perdido. Lamentos, elegías y lugares comunes: “estamos destinados a destruir nuestra historia”. Si tuviéramos esa memoria bien anclada en el presente, pensamos, tal vez no hubiéramos destruido algo que, creemos, valía la pena conservar.
Hoy, los centros históricos son, encima y entre otras cosas, parques temáticos. Con el eufemismo de que sean “centros vivos” para no decir, núcleos turísticos, se implementan en ellos todo tipo de usos intensivos del espacio que, salvo cuando se satura, lo hacen disfrutable, pero no necesariamente habitable –esa es otra bronca–. Se trata de un paseo al que estamos convocados porque sabemos que es un espacio bello, porque pensamos que hay algo en él “importante” sobre quiénes somos, porque creemos que los objetos y mobiliario urbano que nos rodean puede ser inspeccionado para tal vez darnos más revelaciones que en otras partes de la ciudad. Y, bueno, estamos convocados en buena medida porque el espacio ha sido habilitado para ello: porque los otros también van, porque hay “mucho qué hacer”. La invitación a activar la memoria y la nostalgia está siempre presente, pero frecuentemente no se sabe muy bien exactamente qué recordar. ¿La memoria de qué y de quién?
¿Qué memoria vale la pena traer al presente? ¿A quién sirve y para qué sirve? Dado que lo que tenemos son objetos, lo frecuente es encontrar una gran producción de descripciones sobre ellos: “un inmueble de tres plantas, posiblemente del siglo XVIII”. Muchas de las más entusiastas guías arquitectónicas tanto del centro como de otras partes de la ciudad se limitan a hablar de aplanados, entablados, cornisas y columnas. Estas descripciones pueden decir muchísimo a muy pocos y nada a muchísimos. Memorias más complejas son las que hacen los profesionales de la historia: sus trabajos ahí están, desde quienes simplemente revisaron y organizaron un archivo hasta quienes decidieron hacerle preguntas complejas a esos documentos y objetos. Pero en el paseo, esas investigaciones no son asequibles, no son conocidas o, curioso, también se olvidan.
A diferencia de otros centros históricos del país, el de la Ciudad de México siempre ha tenido una muy pobre señalética informativa. Hubo algunos esfuerzos que han dejado sus huellas y que hoy son más cicatrices que aglomera el centro: algunos nombres antiguos de las calles han sido rescatados, podemos saber, por ejemplo, que el “primer actor Diego Franco” está enterrado en San Bernardo o que en Donceles fue asesinado un tal Juan Dongo. Datos que, si acaso, quedan para la curiosidad de quien quiera guglear –y tenga suerte–.
En este sentido, el proyecto que el gobierno de la Ciudad de México le auspició a Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay de colocar unas nuevas 200 placas en el centro histórico, a propósito de la publicación de una guía impresa y en línea, resulta de lo más interesante. El título es potente: 200 lugares “imprescindibles”. Es decir, de toda la memoria que construirse para esta ocasión, son estos 200 fragmentos los que se pensaron urgentes. Lo demás es, por ahora, prescindible. Se destaca, por ejemplo, la casa en la Merced donde “la primera miss México dio cuenta de su marido bígamo”, pero no, por ejemplo, el efímero momento en el que el templo de la Soledad fue usado como “catedral” de una iglesia mexicana autónoma de Roma. Resulta fascinante analizar los criterios de lo imprescindible, lo que debe ser recuperado y lo que bien puede permanecer “olvidado”. Las 200 placas de 2018 se convierten en una nueva marca que dejamos en el centro histórico: ¿qué querríamos recordar hoy, por qué y para qué?
En su guía encuentro retomados algunos elementos, ideas e incluso apreciaciones de otras extraordinarias guías del viajero del centro histórico de los últimos 30 años, pero también aporta un gran número de historias que habían sido olvidadas y, sobre todo, deslocalizadas. Por lo pronto, me es muy relevante que el proyecto de Pérez Gay y De Mauleón le apostó más al relato que al objeto en un gran número de sus entradas. No hay aplanados de tezontle ni fustes estriados, sino historias –aquí nació tal, esto fue un cine, aquí pasó esta cosa chusca, trágica, notoria– que pueden ser entrañables y desde ahí cargar de significado ese capital construido desde otro lado.
Dos hombres se dieron a la tarea de rescatar el recuerdo de lo que para ellos resulta imprescindible de un territorio urbano y el gobierno capitalino de consignarlo como nuestra memoria. Fueron 200 lugares, pero pueden ser 10 mil, fueron dos hombres, pero podemos ser todos. Que su proyecto sirva como pie para vincularnos con el centro de otra forma, no como el parque temático, sino desde las memorias. Que la memoria la construyamos de forma amplia, colaborativa, deliberativa y plural. Tal vez así podemos brindar sentidos a lo que queremos recordar y para qué. Tal vez así sepamos mejor qué hacer con eso que llamamos patrimonio.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito