“¡Cinco conciertos!, ¿ahora resulta que todo mundo es fan de King Crimson?” Me dijo hace algunos meses un amigo, al conocer que la legendaria banda de rock progresivo se presentaría media decena de veces en el Teatro Metropólitan, molesto por no alcanzar entrada para las primeras fechas y, quizás, por sentir que era quebrantado el selecto grupo de acérrimos seguidores con el que cuenta el combo inglés, cuyo único integrante inamovible es el antirockstar Robert Fripp. No supe qué responderle en ese momento.
En efecto, creo que pocos pueden jactarse de ser verdaderos fans de King Crimson. A muchos nos gustan sus discos, pero no estamos al nivel de ciertas personas que abarrotaron ayer el recinto de avenida Independencia, que –en lo que se protegían de la repentina lluvia– recitaban las diversas alineaciones con las que ha contado la banda, resaltando el trabajo en solitario o las colaboraciones realizadas por sus actuales integrantes. Ni pensarlo, pero ¿es necesaria esa enciclopedia para disfrutar de las más de dos horas de concierto que ofrece El Rey Carmesí? Obviamente no, pero sí es un ovillo que ayuda a “salir” de los laberintos acústicos que ofrecen esos ocho Dédalos que toman el escenario con una formación de tres baterías en primera línea y en la retaguardia un saxofonista, un bajista, un tecladista (también percusionista) y dos guitarristas, uno de ellos también vocalista.
Porque eso son las melodías de King Crimson: laberintos creados por el hombre en el que el mismo hombre se pierde. Desde la inicial “Larks’ Tongues in Aspic, Part One”, los constantes cambios de ritmo y frenéticas irrupciones hacen que el público nunca deje de preguntarse ante qué está. ¿Es rock, jazz, psicodelia, clásico?, ¿están improvisando?, ¿quién hace ese sonido?, ¿sigue siendo “Larks…”? Lo mismo sucede con cada una de las canciones ejecutadas, las cuales dieron forma a un repertorio que abarcó desde el In the Court of the Crimson King (1969) hasta el Power to Belive (2003), sin dejar de lado el cover que constantemente han tocado durante esta gira: “Heroes”, un homenaje que se ofrece como lo más cercano a David Bowie para quienes no tuvimos la oportunidad de asistir a un concierto del fallecido músico. Muy cercano: Fripp es nada menos que el responsable de la guitarra en la versión original del tema.
Laberintos que exigen la concentración del público y que es asegurada por la banda al prohibir que la gente se entretenga tomando cualquier clase de imagen con teléfono celular. Bastante comprensible: no hay forma que una grabación de audio o video pueda trasladar la experiencia de ver directamente y en acción a Fripp escalando vertiginosamente por su guitarra o a Tony Levin pasando del chapman–stick al bajo para crear líneas por las que cruza la apabullante sincronización de Pat Mastelotto, Gavin Harrison, Jeremy Stacey y Bill Rieflin en percusiones, (este último también en teclados) y las delirantes y por demás aplaudidas intervenciones del saxofón de Mel Collins. Claro, sin dejar de mencionar a Jakko Jakszyk, quien además de acompañar en guitarra, estremece los oídos con su voz en “Easy Money” y “Starless”.
Dividido en dos bloques, el show en su primera parte es potente, intenso. Podría decirse que luminoso… un tanto diferente a la segunda mitad, en donde “Easy Money”, “The Letters” y sobre todo a partir de “Meltdown”, el grupo se sumerge en vertiginosas y oscuras ejecuciones que excitan y explotan al público. Todo se vuelve luz e intensidad con “Starless”, único momento en que la sobria iluminación cambia, dando pie a la indeseable (pero falsa) despedida que se rompe con el regreso de la banda para cerrar con una esperada triada. Así lo evidencian los alaridos: “The Court of the Crimson King”, “Heroes” y “21st Century Schizoid Man”, donde Gavin Harrison lleva al propio Fripp a la sonrisa con la forma y entusiasmo con la que ataca su instrumento.
¿Ahora resulta que todo mundo es fan de King Crimson?” Seguramente no, pero quienes han oído aunque sea una de las canciones de la mítica banda, no podían quedarse con la curiosidad de entrar en los laberintos creados por estos músicos quienes –como buenos artesanos– conjuntan belleza y artificio en sus presentaciones. La belleza es evidente, el artificio es lo que deja a todo el público sin la voluntad de separarse de su asiento, para intentar desentrañar lo que hay detrás de cada una de las melodías. Unos ya venían con el ovillo, otros apenas lo encontraron. La curiosidad los recompensó bien: los llevó a ver a una de las mejores bandas de la historia y, de ahí, quién sabe qué más se puede descubrir.