Crema dulce: el indescifrable anzuelo de Juan Cirerol

Dicen que Juan Cirerol es un jabalí frenético y que su country está en llamas. Y que también puede ser mil y un cosas más: un ñoñazo que cumple la fantasía de una fan al besarla de piquito, un cerbero esquizoide que baña en saliva negra a la audiencia, un cínico tímido –o viceversa– que se burla de todos con su mirada esquiva, un poeta maldito (y para otros tantos, más bien un poeta malito).

Cirerol es una paradoja punk que se calza unas vaqueras y se abraza a su armónica. Su música resulta acaso más difícil de definir. Le llaman el Johnny Cash mexicano (cosa que a sus detractores les causa un inclemente sarpullido) a la vez que lo hermanan con estetas de la canción urbana como Rodrigo González, Jaime López y Rafael Catana. Chalino Sánchez bajo el efecto del cristal, GG Allin con tamaulipeca, “El Piporro” en éxtasis.

Como si Valentín Elizalde cantara algún poema de Charles Bukowski.

El songwriter tamaulipeco Jaime López dice que el rock es un idioma en sí mismo y que engloba todos los géneros musicales. Eso explicaría porqué Cirerol suena, por ratos, tan desgarrador y acelerado como Robe Iniesta de Extremoduro aunque esté entonando una balada gruperona a lo Joan Sebastian como “Rostros vendidos” o un tema a paso medio como “Piso de piedra”.

Juan también se parece en algo al fallecido escritor veracruzano Parménides García Saldaña, aparte de compartir su gusto por las drogas, la estridencia e incomodar a las buenas conciencias. En temas como “Clonazepam blues”, “La Chola” y “Corrido Chicalor” se imprime un ritmo esquizoide: una prosa rauda y vertiginosa como la que logró el Parme en su obra “Pasto verde”; un delirio escopetado sin signos de puntuación.

Juan, como Parme, es un autor de aquellos que “vivieron todo lo que escriben”, un cronista de sus propios días: un relator de sus desventuras.

Los mexicanos, dicen los que saben, somos involuntariamente punks. Cirerol no canta: escupe, gruñe, vomita las canciones. Cuando toca “Vida de perro” y “El perro”, el rostro se le descompone. El enojo y la venganza son casi tangibles. La quijada se le endurece y la mirada se le pierde (aun más). “Cuando anduve como perro de mí todos se burlaban/ me daba un chingo de agüite que todos me pisotearan/ hasta que un día me humillaron, se comieron sus palabras”.

Y a la vez, como adoctrinados por las telenovelas, amamos cayéndonos al suelo, porque en el suelo aun es mejor. Sin dolor no hay amor y eso lo sabe muy bien Juanelo. Howlin’ Wolf decía que cuando no tienes dinero y cuando en tu corazón sientes que no eres nadie, tienes el blues; es quizá de ahí de donde vienen los temas más honestos y dolorosos del oriundo de Chicali: “Crema dulce” y “Eres tan cruel”.

De saberse un perdedor.

“Amor es ahogación desde mucho antes del naufragio o fallecer estando en lo mejor de la agonía”, escribió el poeta y ensayista chilango Max Rojas, y de esa concretización del concepto de amor como llaga o paraíso es que emerge la parte más sincera de la obra de Juan Cirerol. Lo malogrado del amor; el fracaso, la rutina, la idealización, la derrota, saltar al vacío.

Al igual que la elipsis utilizada en “Crema dulce”, el appeal del cachanilla es indescifrable: un enigma quimérico, con muchos orígenes, con muchas voces, con muchos sinsentidos. Una interrogante que no se debe tratar de explicar como no se explica el curso de un fenómeno de la naturaleza. Juan Cirerol es un jabalí frenético, un animal salvaje y sensible.

No sirve nada invocar tu buena suerte/
Con estúpida poesía/
Saca el coche, mete el coche/
Ve y atiende a otro cliente/

Ve y tráeme un café/
Vete a un bar, a una fiesta/
Cásate toda de blanco/
Y dime que yo estoy ahí para ti.