En su libro Bach, el escritor portugués Pedro Eiras hace una serie de aproximaciones sobre el músico y compositor alemán; en una de ellas, “lamenta” la enorme frontera existente entre el lenguaje escrito/verbal y el musical. “Tal vez no sea posible escribir sobre la música, tal vez las palabras encuentran ahí su límite: intenta decir con palabras un intervalo de música, la entrada de un tema, el timbre de un oboe”. Sin embargo, hay quienes lo hacen, y quienes intentamos hacerlo a través de textos que pretenden que el lector comparta con nosotros la experiencia de un concierto o la escucha de un disco. Meras subjetividades.
Ahora, el asunto se pone más interesante cuando la música acompaña la proyección de imágenes: una película, otra expresión que, por más vocablos que soltemos, difícilmente podrá llevarse a la palabra. ¿De qué va el corto de George Méliès, Viaje a la Luna? Ahh, pues es sobre un grupo de científicos que explican cómo llegar al satélite natural. Luego son disparados a la Luna, caen en su ojo y después, tras el ataque de los selenitas, regresan triunfalmente a la Tierra. Fin. Sólo conté la trama, faltaría describir los locochones y seminales recursos cinematográficos con los que, en 1902, el director francés narró la aventura espacial.
Lejos de toda convencionalidad, aún en esta época de avances técnicos, Méliès sigue sorprendiendo con sus juegos de luces, sus alocadas sobreposiciones de imágenes y sus creativas escenografías. Ahora, a eso súmenle la música…
En el cine/concierto con el que cerró la cuarta edición del BESTIA Festival, a pesar de estar frente a las versiones restauradas de ocho obras de Méliès (El hombre de la Cabeza de Goma, El Melómano, El Deshollinador, Alucinaciones farmaceúticas, Fausto en los Infiernos, El Viaje de Gulliver entre los Liliputienses y los Gigantes, El Reino de las Hadas y, claro, Viaje a la Luna), lo que llamó al público fue la oportunidad de ver cómo cuatro músicos (John Medeski, Lee Ranaldo, Kenny Grohowsky y Mike Rivard) musicalizaban las imágenes… pero no de la forma convencional: teniendo sobre el escenario al exguitarrista de Sonic Youth y a uno de los jazzistas más sobresalientes de la escena avant-garde (como lo es Medeski), ello habría sido un error.
Dirigiendo a los extraordinarios Mike Rivard y Kenny Grohowski (bajo y batería, respectivamente) del lado derecho del escenario se encontraba el tecladista John Medeski quien, además de hacer lujo de su vasto dominio del instrumento, también demostró una ágil lectura del lenguaje cinematográfico: anticipando las transiciones, colocando efectivamente los incidentales y, cuando el frenetismo de la música lo permitía, cerrando las improvisadas melodías de manera oportuna. Todo sobre una cama de distorsiones tendida por Lee Ranaldo quien, sin poner mucha atención a lo proyectado en la pantalla, jugaba con sus pedales, tocando las cuerdas con baqueta en mano, elevando su guitarra por los aires (o rayando el piso con ella), se dejaba llevar por las musicalizaciones orquestadas por sus compañeros.
En total, cuatro músicos expectantes de las imágenes que hace más de un siglo salieron de la cabeza de un cineasta reconocido por los surrealistas como precursor de su movimiento, para dotarlas de vida sonora. La combinación no pudo ser mejor.
Apenas calentando en el inicial El hombre de la Cabeza de Goma, para el final de la primera parte del concierto, los músicos estaban más que sintonizados con las imágenes: Fausto en los Infiernos fue un contundente golpe a los sentidos. La historia de Fausto descendiendo a los avernos en compañía de Mefistófeles fue machacantemente sonorizada por el cuarteto que, por única ocasión, fue acompañada por voces guturales. Si en los tres cortes anteriores el público estaba más que envuelto, en esta parte se encontraba en completo delirio.
Pero faltaba lo mejor: con un Meliès a color, los músicos pasaron a otro estado, quizás más onírico. Medeski, ahora con melódica y flauta, condujo a los asistentes a tintineantes paisajes en los que hadas y liliputienses habitan. Y de ahí, directo a la Luna. Sin duda, la obra más conocida del francés fue la que más expectativa despertó… y la que mejor sincronía tuvo con lo hecho por los ejecutantes.
No podía ser diferente: por casi todo mundo vista, ya sabían qué hacer y en qué momento hacerlo. La sorpresa fue sustituida por la destreza para colocar el sonido en el momento perfecto: Medeski aporreando las teclas cada que se hacía lo propio con cada uno de los salvajes selenitas; Rivard y Grohowski avivando el desesperado regreso a la Tierra; y Ranaldo, haciendo que los sonidos de su guitarra volaran junto con la nave.
Un concierto convencional se pude medianamente describir con sólo enumerar las canciones que se ejecutaron: ya las hemos escuchado, sólo se adereza con la reacción del público y algún gesto especial por parte del músico. En este caso, fue difícil decidir a dónde se colocaba la atención: en la fascinación que las imágenes provocan; o bien, en ver cómo los músicos elaboraban los irrepetibles sonidos. El público se mantenía quieto, expectante, disfrutando lo que frente a ojos y oídos se ofrecía, intentando abarcar la compleja experiencia mediante sus sentidos; explotando, al final, en júbilo, emoción y gozo.
Pedro Eiras termina en uno de los fragmentos de Bach aceptando que, al hablar de música, lo que se hace es fallar, aceptando que el lenguaje fracasa al intentar transcribir la experiencia que se vive con la música. Mejor dicho, falla quien hace el intento. Todo lo aquí escrito es una gran falla. No se acerca, ni por poco, a lo que ocurrió el domingo en el Auditorio BlackBerry. Verdaderamente irrepetible.
Fotos B/N: BESTIA Festival / Ray
Texto: Álvaro Cortés