Por: Odrie Zamora
Y yo que pensé que este iba a ser un concierto melancólico. Nos citaron a las 8, hora casi en punto en la que comenzó a abrir la noche Marcela Viejo. Marcela, con su nueva banda, de entrada sorprendió no solamente porque ya no se encuentra acompañada de los tres a los que estamos acostumbrados. Era un escenario extraño sobre todo sin Priscila, pero para mi sorpresa el escenario estaba muy lleno. Su nuevo proyecto, a diferencia de Quiero Club, sobresalía por la cantidad de integrantes, varios de ellos ya conocidos por otros proyectos -como Reyno, Yokozuna y Descartes a Kant.
Al entrar, apenas pasada la primer canción de Marcela, todo podía indicar que sería un concierto con poca asistencia. Pero al tiempo que el primer acto transcurría, la gente iba llenando de poco a poco el Plaza Condesa (¿qué hubiera sido de nosotros sin este gran venue? reflexiono mientras veo las luces que acompañan el acto musical). Definitivamente este nuevo proyecto tiene tintes más pop y las primeras canciones que interpretan son bastante reflexivas y melancólicas, pero en la última que nos regala, nos prende un poco y comienza a sentirse el ambiente de viernes; de concierto; de festividad.
Pasan algunos minutos. Hay música de fondo. La gente sigue llegando y para mi sorpresa, este va a ser un concierto lejos de estar vacío. No tenía idea de lo que me esperaba. Los cheleros que se mueven dentro del público comienzan rápidamente a escasear en cerveza, y se mueven de un lado a otro, bastante rápido, y ni siquiera comenzaba aún el acto principal.
Sí, el viernes había llegado y la sed se sentía; pero no precisamente de chela, sino más bien de recuerdos. Sed de recuerdos sonoros; sed de guitarras estruendosas para culminar la semana.
Sonidos noventeros de preámbulo anticipaban a una generación que inició su gusto por la música justo con estos sonidos. Se apagan las luces. La gente grita. Expectante.
“Mexico is the Shit” se lee en cinco siluetas de espaldas que aparecen de repente en el escenario. Los gritos, aplausos y vítores no se hacen esperar -y los celulares tampoco. “¡¿Quién pidió pizzaaaa?!” se escucha en uno de los micrófonos mientras todos toman lugar. Los gritos siguen. Esta es la manera en la que Ben Bridwell comienza la noche (¡pizza! ¡genio! muy Master of None de su parte). “Beautiful people of Mexicooo!” continúa. La espera ha sido larga desde el 2016 (¡¿a penas?!) y la gente lo pide literalmente a gritos.
El desgarrador inicio de las guitarras y su estruendoso sonido anuncia una noche cargada de emociones. Los de Seattle comienzan a tocar y enseguida me doy cuenta que ésta -para nada- va a ser una noche triste, melancólica y azul, como me anticipaba. Esto está muy claro: ellos vinieron a divertirse entre amigos.
Band of Horses comienza y enseguida te transportas a un garage, escuchando una banda que suena a adolescencia, a sueños, a tu cama, a tus posters. A tu primer disco en tu walkman. Tal parece que la invitación al concierto indicaba etiqueta casual: el uniforme oficial de la noche es una camisa a cuadros (abierta o abrochada). La mitad de la banda, al igual que la asistencia, está vestida así.
Las primeras canciones resuenan. Guitarras desenfadadas, movimientos libres en el escenario; se siente la buena vibra de los Horses. Ellos salieron a divertirse, a tocar sus rolas con sus amigos; a pasarla bien. No hay público, en realidad. No es un concierto. Es una noche de tocar canciones que salen del alma, de cuando tenías 15 años y movías tu cabeza y tu torso como si nadie viera; para adelante y para atrás. Una y otra vez. El acto en vivo no le hace justicia a lo que puedas escuchar en tus audífonos. No. Esta noche y esta banda se vive y se siente en carne -y oido- propio. Estas personas son una cápsula de tiempo.
Older comienza a sonar y de repente, me siento transportada al sur. La influencia de Ben en los ritmos de la banda es muy clara. Irónicamente me encuentro con alguien en la fila del refill que trae una playera que lee ‘Lost Youth ¡Ja! Bill, el bajista, habla casi perfecto español. Nos dedica unas palabras: “No soy pendejo ¡soy pendejísimo!” y es suficiente para tenernos entre locos y llenos de ternura.
Todos estábamos aquí por las románticas, pero la realidad es que después del viaje al recuerdo y la efervescencia adolescente, a tu primer beso, a tu primer toquín, a todos esos sonidos que suenan a que la vida está comenzando cuando tú ya crees que te las sabes de todas, todas, terminar con No One’s Gonna Love You y The Funeral, fue un mero golpe bajo.
La misión fue muy clara de su lado: ellos salieron a divertirse, a tocar como en su garage con amigos; broméandose entre canción y canción -llamándose por apodos y chistes locales. Band of Horses estaba en su casa (¡y se sentía!). Fue una noche íntima, una reunión alegre; un golpe al recuerdo. Y yo que pensé que este iba a ser un concierto melancólico.