Pocas tradiciones tan chilangas como hacer una fila interminable afuera del Jarocho para probar un café recién molido y una dona de chocolate. Hablamos de este establecimiento icónico que se ubica a solo unas cuadras de la famosa plaza de los coyotes y que desde hace más de siete décadas ha formado parte de nuestro imaginario sobre la esencia más pura de esta ciudad.
Aunque en la actualidad El Jarocho cuenta con muchas sucursales, la original, esa que se ubica entre el cruce de Cuauhtémoc e Ignacio Allende, conserva el olor y el sabor de los primeros días, cuando el clima lluvioso de la CDMX ameritaba un chocolate fresco, que supiera a las montañas escarpadas de las comunidades alejadas de Veracruz.
Hoy entre tantas propuestas, tipos de cafés y baristas expertos, se nos olvida que el Jarocho fue el primero de su tipo, una pequeña barra cuyos aromas se olían desde arterias alejadas y cuya consistencia hacía que los clientes regresaran cada fin de semana para repetir la experiencia, para viajar al bosque desde un vaso humeante.
Para hacerse famoso no necesitó más que una propuesta sencilla y clásica que incluía un molino de café al centro y una tostadora; vasitos de unicel, un olor hipnotizante y banquitas verdes para sentarse a disfrutar la bebida y pasar la tarde entre las calles empedradas más emblemáticas de Coyoacán.
¿Cómo nació el Jarocho?
La historia de este famoso expendio de café comenzó con una idea sencilla. En 1953, dos emprendedores, Bertha Paredes y Gil Romero decidieron abrir una pequeña tienda en la Calle Aguayo. Vendían esencialmente productos traídos de Veracruz que consistían en frutas, pepitas, semillas y granos.
Su intención era imitar la oferta de otros países en los que existían verdaderas barras de café. En aquellas épocas, la capital mexicana estaba llena de vendedores de café ambulantes conocidos como astronautas.
Se trataba de un grupo de personas que cargaban con un termo, una mochila y una manguera y se ponían afuera de las oficinas para ofrecer una taza a los que pasaban.
Un día al verlos en el centro, el hijo de los fundadores, Víctor Romero, decidió que los chilangos necesitaban una buena barra de café. Entonces, creó un concepto de servicio de cafetería, que además de ofrecer buenas bebidas, recuperaba la tradición que se tenía desde la colonia en los estados del sur, donde la preparación del café se hacía de forma totalmente artesanal.
Desde los primeros días, sus especialidades fueron el capuchino, el americano, el café con leche y de olla. Con el tiempo llegó el pan dulce, también casero, y hasta las tortas, que hoy en día son uno de los emblemas del Jarocho y están preparadas con una salsa creada por Bertha Paredes.
Además del sabor, lo que mantiene vigente al Jarocho son sus precios. Un kilo de la mezcla de la casa ronda entre los $250 y los $260.
El Jarocho en nuestros días
Con el tiempo este pequeño negocio se llenó de clientes y su propuesta se hizo muy popular no sólo entre los chilangos que paseaban en las calles de Coyoacán, sino entre los múltiples turistas que querían conocer las atracciones de esta alcaldía.
Hoy en día, el Jarocho cuenta con más de 10 sucursales distribuidas en varios sitios de la Ciudad de México, en particular de la alcaldía de Coyoacán. De acuerdo a los dueños, cada fin de semana se venden más de 4500 bebidas de todo tipo, lo que es realmente asombroso en la era de las cafeterías.
Así mismo en el año 2006, El jarocho ganó el Bizz Award, el premio a la excelencia empresarial más importante del mundo.
Y a todo esto, ¿cómo llegó el café a México?
De acuerdo a los expertos, esta bebida se descubrió por ahí del año 1140 en países de Asia central y África. No se sabe si esto ocurrió por accidente, pero lo que sí se sabe es que los primeros en prepararlo fueron los monjes y los campesinos de Arabia y de Etiopia.
A nuestro país, el grano llegó en 1795. Lo trajeron un grupo de barcos franceses que estaban plagados de materias primas del otro lado del mundo.
El café llamó la atención de varios empresarios locales, en particular aquellos que vivían en Veracruz, un estado que contaba con el clima perfecto para sembrarlo.
Pronto, la ciudad de Córdova se lleno de cafetales y al menos 12 estados siguieron este camino. Con el paso del tiempo nuestro país se convirtió en uno de los principales líderes del mundo en producción, a la par de naciones como Colombia o Vietnam.
Dicho todo esto, podemos afirmarlo sin miedo, uno no puede llamarse chilango si no ha hecho la fila para tomarse un café artesanal del Jarocho.