Fotos y texto por: Rodrigo Jardón
“Yo era uno de esos niños que bailan y se paran de manos para llamar la atención de los turistas, pidiendo que les lancen botellas de plástico vacías desde sus jeeps. Esas botellas se utilizan para recolectar semillas en todo el Valle del Omo que colinda con Kenia”.
Los “faranyis” –nombre con el que los etíopes llaman a los extranjeros– escuchan atentos a Budulu, su guía turístico, mientras éste comienza a arrastrar la lengua. El licor mañanero destilado de miel de abeja comienza a hacerle efecto y para estabilizarse, mastica hojas de khat, una planta psicotrópica prohibida el occidente.
“Mi hermano dejó la tribu para dedicarse al turismo -prosigue con las pupilas dilatadas – Él me llevó a la capital a aprender inglés y ha sido mi mejor ejemplo. Ahora es viejo, tiene familia y se dedica a hacer negocios, así que yo continúo su legado”.
Una mujer de la tribu Hamer con el cabello arreglado en trenzas de arcilla roja entra al pequeño bar construido con hojas de lámina y saluda al guía de manera efusiva mientras les dice que todo está listo, tiene las manos decoradas con anillos hechos de monedas de cobre fundido y entre los pechos desnudos le cuelga un teléfono celular viejísimo, ella es el puente entre su comunidad y los occidentales que visitan sus territorios. Además del cable que sostiene el pequeño móvil, en el pescuezo carga dos grilletes de metal que significan que es la segunda esposa de alguien.
Los turistas suben a su transporte para continuar el recorrido a través de una estrecha carretera construida recientemente por una compañía china para explotar la caña de azúcar. Al llegar a su destino: una comunidad Hamer rodeada por arbustos, encuentran a dos hombres pintando mutuamente sus caras, ellos son los Maza, guerreros que ayudarán a un joven durante el Ukuli Bula o del Salto del toro, ritual que marca la transición de la inmadurez al mundo adulto entre los jóvenes de la tribu. También se encuentran con otros grupos de faranyis: los hippies italianos, los novios catalanes de luna de miel, la pareja de ancianos alemanes con el adolescente africano adoptado y las fotógrafas tailandesas con cubre bocas y sus cinco asistentes locales.
Una mezcla entre ritual, deporte extremo y recientemente, atracción turística, como su nombre lo indica el Salto del toro consiste en saltar –desnudo– sobre un grupo de toros para ganar el derecho a casarse y convertirse en guerrero. Regidos por el animismo y con una economía basada en el control del territorio con más recursos, las tribus que habitan la región del Valle del Omo se encuentran en constante conflicto unas con otras. Es por ello que los rituales que demuestran la fuerza y habilidad física son una afirmación de un ser útil para estas sociedades guerreras.
Mientras los hombres se preparan, las mujeres Hamer vestidas con pieles de animales y decoradas con conchas marinas danzan alrededor de un círculo de tierra al sonido de un cuerno y cantos tribales, silbando y sacudiendo cascabeles amarrados a sus tobillos. Entre esas mujeres se encuentra quien será esposa del iniciado, por lo que el futuro novio las observa a lo lejos, impaciente por el último rayo de sol que indica que ya puede saltar.
Buscando un poco de sombra, un grupo de faranyis se aleja del círculo de baile, reparten billetes de 5 Birr entre los niños que se dejan fotografiar y encuentran aterrados un camino cubierto de sangre, rastro de la parte del ritual que incluye golpear severamente a las familiares del joven para que demuestren apoyo hacia su transición. Con las espaldas abiertas y la carne expuesta, las mujeres Hamer entran en trance mientras giran alrededor de los hombres, incitándolos con gritos a que las flagelen con varas cimbreantes.
Al caer el sol, un atardecer multicolor se refleja en las gafas tornasol de Budulu, quien espera en la camioneta. Los toros son llevados a un descampado y sostenidos de los cuernos por los Maza y en un momento climático que dura apenas segundos, el Ukuli salta cinco veces de ida y vuelta sobre sus lomos sin caerse. Ahora ya no es Ukuli sino Cherkari, un estado transicional del espíritu que después de ocho días se convierte en Maza y permanece así hasta que con el matrimonio se convierta en Danza, un Hamer hecho y derecho.
La emoción más grande para los turistas parece surgir en cuanto deben correr hacia sus Jeeps tras finalizar el ritual, compitiendo por quién saldrá primero del camino de terracería hacia la carretera antes de que caiga la noche. De vuelta en Jinka, la ciudad en donde se hospedan los grupos de faranyis, los guías se sientan alrededor de una fogata. Budulu Bromea:
“Antes éramos de distintas tribus, ahora somos una sola, la tribu de los guías de turismo”.
Un joven guía ríe y luego hace burla de la calvicie de Budulu, quien responde:
“Verás, amigo. Sucedió una vez cuando estudiaba inglés en la capital, en mi barrio alguien lanzó una piedra contra un policía, así que agarraron a todos los jóvenes de la zona y nos metieron a la cárcel. Estuvimos ahí 9 meses y como nadie confesaba nos quemaron la cabeza con ácido, esa es la razón por la que nunca me volvió a crecer el pelo. El régimen era tan cruel que le cobraban a la gente las balas con las que mataban a sus familiares, y si no tenían para pagarlas los ponían a trabajar en el campo hasta que las repusieran, debes estar agradecido por cómo es la vida ahora“.
En medio de la sabana etíope todo queda en silencio. Los faranyis duermen, soñando con regalar camisetas a los niños de las tribus, tomarse selfies utilizando en sus primitivas comunidades y capturar retratos a la National Geographic, satisfechos de haber gastado su dinero en una experiencia auténtica y tener las fotos que lo comprueban.