Quienes ya andan en la chavorruquez seguro recordarán lo que pasó el 11 de julio de 1991. Fue un jueves extraño, un jueves de eclipse solar que hizo que por un momento los pájaros se fueran a dormir a medio día. Y si no te acuerdas o ni siquiera habías nacido, acá te contamos cómo se vivió en México.
Los días previos al evento, las autoridades nos bombardearon con información para tomar las previsiones necesarias y así evitar algún tipo de daño a la salud. Las reglas eran claras: no mirar directamente el momento en que la Luna opacaba al Sol, usar filtros especiales, nada de vidrios ahumados y otros artilugios caseros.
Por supuesto que los más superticiosos pronosticaron “grandes males” y “malas vibras”, hasta consejos esotéricos dieron por si las moscas.
Uno de estos era evitar que las mujeres embarazadas salieran mientras ocurría el eclipse para que el bebé no sufriera algún daño ¿?¿?¿?. Las abuelas pedían se protegiera a los recién nacidos de la misma manera. Otros más hablaban de que el eclipse era una alerta de la naturaleza porque vendría un gran sismo, de una catástrofe inminente.
Pero más allá de los males pronosticados, el eclipse nos trajo momentos para la memoria. Fueron minutos de espera llenos de expectativas, todos andaban comprando sus lentes especiales. Los sitios arqueológicos se llenaron de fervientes seguidores del cosmos, quienes buscaban un simple motivo para convivir, romper la rutina y acechar el anochecer en mitad de un jueves especial.
También vinieron científicos y periodistas de todo el mundo para cubrir este importantísimo fenómeno. Los programas de televisión y radio no hablaron de otra cosa durante días, se llenaron de especialistas y hasta místicos que reflexionaron sobre el eclipse solar total.
La hora llegó y fue necesario mirar al cielo, con la debida protección y esperar el momento exacto de la corta noche.
Cuando el eclipse terminó, se escucharon algunos gallos cantar como si se tratara del amanecer. Los pájaros salieron de nuevo y los mexicanos regresamos a la normalidad.
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