La IA puede tener efectos positivos en la lucha contra el cambio climático, pero presenta en sí misma un problema de consumo de energía.
La inteligencia artificial (IA) es, sin duda, la tecnología habilitadora por excelencia del siglo XXI. Desde el perfeccionamiento de algoritmos para encontrar la película ideal para una persona hasta la automatización de vehículos y procesos industriales, se trata de un complemento fundamental para todos los sectores hoy en día. Tiene la capacidad de recuperar, almacenar y analizar cantidades vastísimas de información. Con ello, puede encontrar patrones y predecirlos. Y, a partir de eso, eficientar acciones que requieren de poca, sino es que nula, supervisión humana. No es de sorprenderse que se estima que el mercado de la IA alcanzará 1.5 billones anuales a nivel mundial para 2030; una cifra que implica un crecimiento aproximado de 38% de aquí a los próximos 8 años. En ese contexto de innovación y desarrollo, ¿cuál es el papel que puede desempeñar la inteligencia artificial en la lucha contra el cambio climático?
Poco a poco nos acercamos a vivir en un planeta 1.5ºC más caliente en relación con niveles preindustriales. De llegar a ese punto, lo que entendemos como vida y rutinas cotidianas cambiará por completo. De tal modo, es necesario encontrar la mayor cantidad de soluciones eficientes posibles para mitigar los estragos del cambio climático para futuras generaciones. La IA puede contribuir a estos esfuerzos. Por la naturaleza misma de esta tecnología, su principal función de frente a la crisis ambiental que vivimos tiene que ver con la predicción de patrones de cambio en temperaturas, para generar estrategias de moderación y adaptación humanas. Sin embargo, también puede funcionar para analizar niveles de emisiones de dióxido de carbono y Gases de Efecto Invernadero; igualmente, para regular el consumo energético, tanto de personas como empresas y gobiernos. Todo esto, con niveles de precisión que escapan a las habilidades humanas.
El consumo de energía de la IA
La IA puede tener efectos positivos en la lucha contra el cambio climático. Tanto para analizar patrones como para eficientar procesos para que se requieran menos energía y menos recursos naturales en cualquier industria. No obstante lo anterior, la inteligencia artificial presenta en sí misma un problema de consumo de energía. Algo similar a lo que pasa con el litio; al mismo tiempo que se trata de baterías de alta eficiencia, en la actualidad siguen presentando impactos ambientales enormes que no se pueden soslayar. Lo mismo pasa, por ejemplo, con los autos eléctricos. Sus ventajas sobre los vehículos que usan combustibles fósiles son innegables, pero influyen distintos factores para que esto sea así: el tipo de energía que se emplea en el país de su fabricación; qué tan “limpia” es la electricidad que se usa para su recarga; cómo está configurada la cadena de suministros de la armadora; etcétera.
Así pues, la IA tiene el potencial para ayudar en la lucha contra el cambio climático, pero por el momento los consumos de energía de esta tecnología actualmente lo hace insostenible en el largo plazo. Casi irónicamente, los algoritmos para analizar los estragos de la crisis ambiental requieren de grandes cantidades de energía para hacerlo; esto se debe a que para lograrlo se necesitan de computadoras poderosísimas que se dediquen a procesar información y correr simulaciones por periodos muy largos de tiempo. En ese sentido, las soluciones que ofrece la inteligencia artificial en esta materia se encuentran en un bucle infinito: sin fuentes renovables y limpias de energía, sus efectos positivos se terminan cancelando con sus impactos al medio ambiente. Particularmente, durante periodos de entrenamiento de Machine Learning (ML) de una IA, en los que estos programas no dejan de trabajar por días, y a veces hasta por semanas.
¿Hay soluciones eficientes en el horizonte?
La IA se suele desarrollar entre empresas privadas, instituciones académicas y fondos públicos de investigación. Esto se debe a que es una tecnología que requiere de muchísimo trabajo para poder crearse, probarse e implementarse. Mucho de ello depende de los niveles de “entrenamiento” del proceso de ML que se requieran para funcionar. ¿Qué bases de datos se procesan? ¿Cuáles son los patrones que busca reconocer? Incluso, ¿qué tipo de parcialidades o prejuicios presenta el algoritmo? ¿Qué tipo de hardware requiere para funcionar adecuadamente? Son sólo algunas de las miles de preguntas que se deben responder para llegar a una inteligencia artificial funcional. Apenas en 2019 se presentó una de las primeras investigaciones sobre el impacto ambiental de esta tecnología; desde entonces, ha habido un movimiento importante para transparentar niveles de consumo de energía de todas las partes del proceso de una IA.
A estos esfuerzos por hacer públicos registros de consumo de energía, la industria de la inteligencia artificial también busca soluciones eficientes a su interior. En ese tenor, el Instituto Allen, en conjunto con Microsoft, la empresa Hugging Face y tres universidades crearon una suerte de medidor de uso de electricidad para cualquier programa de IA que utilice los servicios de nube de la compañía de Bill Gates. La herramienta permite tener acceso a datos fundamentales, entre otros: en qué momento del día se accede a energías renovables; cuáles son las regiones en que los servidores son más eficientes; incluso, ofrece información sobre cómo parar un proceso de entrenamiento para que sea más ahorrador de electricidad.
Esto permite ver cómo es que esfuerzos conjuntos—en este caso en el sector de la IA—sí se pueden dar. Hacia allá debemos transitar de cara a la crisis ambiental de las próximas décadas.