LA FLOR DE CRISTAL
Hace mucho tiempo, cuando no era más que una chiquilla a punto de entrar en mi verdadera adolescencia, un muchacho me dio una flor de cristal en prenda de su amor.
Era un chico peculiar, extraordinario, aunque confieso que hace mucho que olvidé su nombre. Así era también la flor que me regaló. En los mundos de acero y plástico donde han transcurrido mis vidas, el antiguo oficio de soplar el vidrio se ha perdido y olvidado, pero el anónimo artesano que modeló esa flor lo recordaba bien. Tiene un tallo largo y delicado de cristal fino, elegantemente arqueado, y sobre ese frágil soporte estalla la flor, grande como un puño, tan perfecta que parece imposible, con todos los detalles atrapados y congelados en el cristal para toda la eternidad. Los pétalos, unos grandes y otros pequeños, se agolpan entre sí; surgen del centro en profusión transparente, rodeados por una corona de seis hojas anchas que penden, cada una con su nervadura, cada una única. Da la impresión de que un alquimista, mientras paseaba por un jardín, en un momento de inocente diversión, hubiera transmutado en cristal una flor particularmente grande y bella.
Le falta la vida. Solo eso.
La flor me ha acompañado durante casi doscientos años, mucho tiempo después de que abandonara al muchacho que me la regaló y dejara el mundo donde me la regaló. A lo largo de los variopintos episodios de mis vidas, la flor de cristal siempre ha estado a mi lado. Me gustaba tenerla en un jarrón de madera pulida, junto a la ventana. A veces, cuando le daba el sol, las hojas y los pétalos centelleaban un instante; otras filtraban los rayos, los descomponían y esparcían difusos arcoíris por el suelo. Hacia el crepúsculo, cuando se oscurecía el mundo, la flor desaparecía por completo de la vista; lo mismo habría dado si me hubiera sentado a contemplar un jarrón vacío. Sin embargo, por la mañana resurgía en su lugar habitual. Nunca me falló.
Aunque la flor de cristal era muy frágil, jamás sufrió daño alguno. Yo la cuidaba, seguramente más de lo que nunca haya cuidado algo o a alguien. Sobrevivió a una docena de amantes, a más de una docena de trabajos y a más mundos y amigos de los que puedo enumerar. Estuvo conmigo mientras fui adolescente, en Ceniza, Erikania y Shamdizar; más tarde, en Esperanza Engañosa y Vagabundo; después, cuando envejecí, en Dam Tullian, Lilith y Gulliver. Y cuando por fin abandoné el espacio humano, cuando di la espalda a todas mis vidas y a todos los mundos de los hombres y volví a ser joven, la flor de cristal siguió conmigo.
Y al final del camino, en mi castillo construido sobre pilares, en mi casa de dolor y renacimiento, donde tiene lugar el juego de la mente, en medio de la ciénaga y la pestilencia de Croan’dhenni, lejos de cualquier traza de humanidad a excepción de aquellas pocas almas que llegan en nuestra búsqueda, mi flor de cristal también estaba presente. El día que llegó Kleronomas.
—Joachim Kleronomas —dije.
—Sí.
Hay cyborgs y hay cyborgs. Tantos mundos, tantas culturas y tan distintas, tantos sistemas de valores y grados de desarrollo tecnológico… Hay ciberhombres semiorgánicos; unos más, otros menos. Los hay con una mano de metal al descubierto y el resto hábilmente oculto bajo la piel. Unos son de seudocarne, que es indistinguible de la carne humana, aunque eso no constituye un gran logro dada la cantidad de tipos de piel que se ven en los mil mundos. Unos esconden el metal y presumen de carne; otros prefieren lo contrario.
El hombre que se hacía llamar Kleronomas no tenía carne que esconder ni de la que presumir. Decía ser un cyborg y como tal se lo consideraba en las leyendas forjadas en torno a su nombre, pero a mis ojos era más bien un robot tan poco orgánico que ni siquiera pasaba por androide.
Estaba desnudo, si es que puede hablarse de desnudez con referencia a un ser de metal y plástico. Tenía el pecho negro azabache, brillante, quizá de alguna aleación o de plástico fino, no sabría precisarlo. Las piernas y los brazos eran de plastiacero transparente; bajo aquella piel falsa se adivinaban el oscuro metal de los huesos de duraleación, las barras y los flexores que constituían los músculos y tendones, los micromotores y los sensores, la intrincada disposición de luces que parpadeaban a lo largo y a lo ancho de su sistema neuronal superconductor. Tenía los dedos de acero, y unas elegantes garras largas de plata le nacían de los nudillos de la mano derecha cuando la cerraba en un puño
Me miraba. Sus ojos eran lentes cristalinas insertadas en cuencas metálicas que se movían adelante y atrás en un gel traslúcido. No se le veían las pupilas, y tras el iris, de un carmesí implacable, resplandecía una débil luz que daba a su mirada un inquietante brillo rojo.
—¿Tan fascinante soy? —me preguntó con una voz sorprendentemente natural, profunda y sonora, sin ecos metálicos que oxidaran lo humano de las inflexiones.
—Kleronomas —dije—. Tu nombre es fascinante, en efecto. Así se llamaba también un hombre que hubo hace mucho tiempo; un cyborg, una leyenda. Seguro que ya lo sabes. El del Proyecto Kleronomas, el fundador de la Academia del Conocimiento Humano de Avalon. ¿Era antepasado tuyo? Tal vez el metal corra por las venas de tu familia.
—No —dijo el cyborg—. Soy yo. Yo soy Joachim Kleronomas.
Le sonreí.
—Claro, y yo soy Jesucristo. ¿Te gustaría conocer a mis apóstoles?
—¿Dudas de mis palabras, Sabiduría?
—Kleronomas murió en Avalon hace mil años.
—No. Lo tienes frente a ti.
—Cyborg, esto es Croan’dhenni. No habrías venido aquí si no persiguieras la resurrección, si no buscaras ganar una vida en el juego de la mente. Te lo advierto: en el juego de la mente te despojaremos de tus mentiras. Te lo quitaremos todo: la carne, el metal, las quimeras; al final únicamente quedarás tú, más desnudo y solo de lo que hayas podido imaginar. Así que no me hagas perder el tiempo; es lo más precioso que tengo, lo más precioso que tenemos todos. ¿Quién eres, cyborg?
—Kleronomas. —¿Realmente había sarcasmo en sus palabras? No podía asegurarlo. Su cara no estaba hecha para sonreír—. ¿Tú tienes nombre? —me preguntó.
—Varios —respondí.
—¿Cuál usas normalmente?
—Mis jugadores me llaman Sabiduría.
—Eso es un tratamiento, no un nombre.
—Has viajado mucho —dije con una sonrisa—, como el verdadero Kleronomas. Muy bien. Mi nombre de pila es Cyrain. Supongo que, de todos mis nombres, es el que me resulta más familiar. Así me llamé durante los primeros cincuenta años de mi vida, hasta que llegué a Dam Tullian y me preparé para ser Sabiduría. Luego adopté mi título como nombre.
—Cyrain —repitió—. ¿Qué más?
—Nada más.
—Entonces, ¿en qué mundo naciste?
—En Ceniza.
—Cyrain de Ceniza. ¿Cuántos años tienes?
—¿En años estándar?
—Claro.
—Unos doscientos —respondí, encogiéndome de hombros—. He perdido la cuenta.
—Pareces una muchacha, una niña a punto de alcanzar la pubertad, no más.
—Soy mucho más vieja que mi cuerpo.
—Como yo. Sabiduría, la maldición de los cyborgs es que existe repuesto para todas las partes de nuestro cuerpo.
—Así pues, ¿eres inmortal? —lo desafié.
—Podría decirse que sí.
—Qué interesante. Y contradictorio. Vienes a mí, a Croan’dhenni y a su Artefacto, al juego de la mente, ¿para qué? Quienes se acercan hasta aquí son los moribundos, con la esperanza de ganar vida. No suelen venir a vernos muchos inmortales.
—Yo busco un trofeo distinto.
—¿Sí?
—La muerte. La vida, la muerte, la vida.
—Son dos cosas diferentes. Son opuestas, antagónicas.
—No —dijo el cyborg—. Son lo mismo.
Hace seiscientos años estándar, una criatura conocida en las leyendas como el Blanco aterrizó entre los croan’dhíes en la primera nave que habían visto en su vida. Si damos crédito a las descripciones de la tradición popular croan’dhí, el Blanco no era de ninguna especie que yo conozca ni de la que haya oído hablar, y eso que he viajado mucho. Pero tampoco me sorprende. El reinohumano y sus mil mundos (tal vez sean el doble, tal vez la mitad; es imposible contabilizarlos), los diseminados imperios Fyndii y Damoosh, G’vhern, y Nor t’alush y de otros seres inteligentes de quienes tenemos noticia cierta o conocemos rumores, todo el conjunto, todos esos territorios, esas estrellas y esas vidas teñidas de pasión, sangre e historia que se extienden con dignidad a lo largo de los años luz, de los abismos negros que solo conocen los volcryn; todo eso no es más que nuestro pequeño universo, una isla de luz rodeada por un área en penumbra muchísimo mayor, que se difumina a lo lejos en la negrura de la ignorancia. Todo eso se encuentra en una pequeña galaxia cuyos límites nunca llegaríamos a conocer ni aunque perviviéramos mil millones de años. Al final nos vencerá la medida de las cosas, simple y llanamente, por mucho que nos esforcemos y gritemos. Tengo esa certeza.
Pero no me rindo con facilidad. Me siento orgullosa de eso; es lo único de lo que me siento orgullosa. No es mucho para enfrentarse a la oscuridad, pero menos es nada. Cuando llegue el final, lo recibiré con valentía.
En eso, el Blanco era como yo. Era una rana de una charca más lejana que la nuestra, un lugar perdido en las tinieblas, en cuyas aguas oscuras aún no brillan nuestras insignificantes luces. No sé qué clase de criatura era, no sé qué peso tenían en sus genes la historia y la evolución, pero era como yo. Ambos éramos efímeras rabiosas que no cesaban de moverse de estrella en estrella, porque solo nosotros de entre todos nuestros congéneres sabíamos lo corto que era nuestro día. Ambos encontramos un destino similar en esta ciénaga de Croan’dhenni.
El Blanco llegó aquí completamente solo, aterrizó en su pequeña nave (he visto los restos: parecía de juguete, una baratija de un diseño desconocido para mí, escalofriante y deliciosa a la vez), se puso a explorar y encontró una cosa.
Una cosa más vieja que él y aún más extraña.
El Artefacto.
No sabemos qué instrumentos extravagantes empleaba, qué conocimiento secreto de otro mundo poseía o qué instinto lo invitó a entrar, pero ya no importa: todo se ha perdido. El Blanco sabía cosas que los nativos ni siquiera habían llegado a imaginar: para qué servía el Artefacto y cómo se ponía en marcha. Después de… ¿mil, un millón de años?; después de mucho, mucho tiempo, tuvo lugar el juego de la mente. Y el Blanco cambió. Cuando salió del Artefacto ya no era el mismo: era el primero. El primer señor de la mente. El primer amo de la vida y la muerte. El primer señor del dolor. El primer señor de la vida. Los títulos se crean, se ostentan, se desechan y se olvidan; no tienen ninguna importancia.
Sea yo lo que sea, el Blanco fue el primero.
Si el cyborg hubiera querido conocer a mis apóstoles, no lo habrían decepcionado. Los convoqué después de su marcha.
—El nuevo jugador se hace llamar Kleronomas —les dije—. Quiero saber quién es, qué es y qué desea ganar. Averígüenlo.
Sentí su avidez y su miedo. Los apóstoles son instrumentos muy útiles, pero la lealtad no es su fuerte. Me había rodeado de doce Judas Iscariote, todos deseosos de dar el beso del traidor.
—Le haré un escáner completo —propuso el doctor Lyman, estudiándome con sus ojos pálidos y débiles y una sonrisa temblorosa de adulador.
—¿Aceptará someterse a una interfaz? —preguntó Deish Verde-9, mi propio cyborg. Tenía la mano derecha, de carne roja y negra quemada por el sol, cerrada en un puño, y la izquierda era una bola plateada entreabierta de la que salía una madeja enmarañada de hilos de metal. Bajo la frente abultada, donde debería haber tenido los ojos, llevaba pegada una tira de espejo. Se había cromado los dientes; su sonrisa deslumbraba.
—Lo averiguaremos —dije.
Sebastian Gayle flotaba en su tanque. Era un embrión retorcido de cabeza enorme, monstruosa, que movía las aletas perezosamente. Sus grandes ojos ciegos me observaban a través de fluidos verdosos que burbujeaban alrededor de su cuerpo pálido y desnudo.
—Es un mentiroso —lo oí susurrar en mi cabeza—. Yo descubriré la verdad para ti, Sabiduría.
—Muy bien —le dije.
Tr’k’nn’r, mi mutimental fyndii, me cantó con una voz aguda que rozaba los límites de la percepción humana. Sobresalía por encima de los demás como un dibujo garabateado por un niño torpe, como un muñeco de tres metros de altura con demasiadas articulaciones que se doblaban en sitios insólitos y en ángulos insólitos, ensamblado con viejos huesos que se hubieran vuelto de color ceniciento a causa de un fuego ancestral. Pero, bajo las cejas prominentes, los ojos cristalinos se le llenaron de emoción al cantar, y unos fluidos negros y fragantes manaron de su boca vertical sin labios. La canción era dolor, gritos y emociones encendidas, secretos revelados, verdad hirviente en carne viva, arrancada de sus escondrijos ocultos.
—No —lo rebatí—. Es un cyborg. Si siente dolor es solo porque quiere. Podría apagar sus receptores y dejar de oírte, cantor solitario, y tu canción se convertiría en silencio.
La neuroprostituta Shayalla Loethen sonrió con resignación.
—Entonces, ¿no hay ningún aspecto de él que pueda trabajar, Sabiduría?
—No estoy segura —reconocí—. A juzgar por las apariencias, no tiene genitales, pero, si le quedara algo orgánico, podría ser que sus centros de placer estuvieran intactos. Dice haber sido un hombre; sus instintos podrían seguir vivos. Averigúalo.
Shayalla asintió. Tenía la piel suave y blanca como la nieve, a veces también fría, cuando así lo decidía, a veces de ardoroso blanco, cuando así lo deseaba. Las comisuras de sus labios color carmesí, elevadas, denotaban que saboreaba el placer por anticipado. Su ropa ondeaba y mudaba de color y de forma, y las puntas de sus dedos empezaron a desprender chispas que formaban arcos entre las uñas largas y pintadas.
—¿Drogas? —preguntó Braje, biomédica, ingeniera genética y envenenadora, de cuerpo tan húmedo y blando como la ciénaga del exterior. Mascaba pensativamente un tranquilizante de su propia invención—. ¿Diverdad? ¿Agonina? ¿Esperón?
—Lo dudo —respondí.
—Una enfermedad —ofreció—. Mántrax o gangrena. La peste lenta. ¿Quién tiene el remedio? —Se rio.
—No —atajé.
Y así actuaron uno tras otro. Todos tenían propuestas, todos ofrecían su propia manera de averiguar las cosas que yo quería saber, de mostrarse útiles, de merecer mi gratitud. Así son mis apóstoles. Los escuché, me dejé arrastrar por el murmullo de voces, ponderé, reflexioné, di órdenes y los despaché a todos menos a uno.
Khar Dorian será quien me bese cuando llegue el momento. No hace falta sabiduría para conocer esa verdad.
Los demás se irán cuando consigan lo que quieren de mí. Pero Khar ha visto satisfecho su deseo hace mucho tiempo y regresa una vez tras otra a mi mundo y a mi cama. No es el amor lo que lo hace volver, ni la belleza del cuerpo joven que me viste, ni nada tan simple como la riqueza que obtiene. Tiene cosas más importantes en mente.
—Ha viajado contigo todo el camino desde Lilith —le dije—. ¿Quién es?
—Un jugador —me respondió con una sonrisa torcida y provocativa.
Quita el aliento de tan hermoso que es. Delgado, fuerte, bien proporcionado, con la arrogancia y la rudeza lascivas del treintañero, rebosante de salud, poder y hormonas. Lleva el pelo rubio largo y despeinado. Tiene la mandíbula marcada y fuerte, la nariz recta y perfecta, los ojos de un azul vibrante y lleno de vida. Pero algo antiguo habita en el fondo de esos ojos: algo viejo, calculador y siniestro.
—Dorian, las cosas, claras —le advertí—. Es más que un simple jugador. ¿Quién es?
Khar Dorian se levantó, se desperezó, bostezó y sonrió.
—Es quien dice ser —me dijo mi esclavo—. Kleronomas.
La moralidad es una prenda tupida y ajustada de la que resulta difícil desprenderse una vez puesta, pero la vastedad que separa las estrellas tiende a destejerla, a separarla en hebras sueltas de distintos colores y dejarla sin forma reconocible. El moderno vagabundiano es un ramplón sensacional en Cathaday; el ymirés se asa de calor en Vess; el vesniano se hiela en Ymir; las luces cambiantes que llevan los fellaníes a modo de ropa son causa de violaciones, disturbios y asesinatos en media docena de mundos. Lo mismo pasa con la moral. Nada diferencia al bien del corte de una solapa; la decisión de llevar una existencia responsable no tiene más repercusión que la de enseñar los pechos o cubrírselos.
Hay mundos en los que yo soy un monstruo. Hace tiempo que dejó de importarme. Llegué a Croan’dhenni con mi propio sentido estético y poco me afectan las opiniones de los demás.
Khar Dorian se considera un tratante de esclavos y dice que, en realidad, nos dedicamos a comerciar con carne humana. Que se autodefina como más le guste, pero yo no trato con nada; la denominación me ofende. Un tratante condena a aquellos con quienes comercia al cautiverio y a la servidumbre; los priva de libertad, movilidad y tiempo, todos ellos bienes preciosos. Yo no hago eso. Yo no soy más que una ladrona. Khar y sus subordinados me los traen de las ciudades superpobladas de Lilith, de las agrestes montañas y los fríos yermos de Dam Tullian, de las chabolas pútridas que flanquean los canales de Vess, de los bares de los espaciopuertos de Fellanora, Cymeranth y Alcaudón. Allá donde los encuentran, los atrapan y me los traen. Luego yo les robo y los dejo libres.
Pero muchos no quieren marcharse.
Se apiñan extramuros de mi castillo, en la ciudad que han construido; cuando paso junto a ellos, me abruman con regalos, me llaman, me piden favores. Derrochan la libertad, la movilidad y el tiempo que les he concedido en cosas fútiles, anhelando recuperar lo único de lo que les he privado.
Yo les robo el cuerpo, pero pierden por sí mismos el alma.
Tal vez me juzgo con demasiada dureza al considerarme una ladrona. Las víctimas que me trae Khar participan a la fuerza en el juego de la mente, pero al fin y al cabo participan. Otros pagan de muy buen grado y arriesgan mucho por disfrutar de ese privilegio. A unos los llamamos jugadores y a otros trofeos, pero cuando llega el dolor y comienza el juego de la mente, todos nos igualamos, todos estamos desnudos, solos, sin riqueza, sin salud, sin posición social; nuestra única arma es la fuerza interior. Ganar o perder, vivir o morir, depende exclusivamente de nosotros. De nadie más.
Yo les concedo una oportunidad. Unos cuantos han ganado. Muy pocos, es cierto, pero ¿cuántos ladrones dan una oportunidad a sus víctimas?
Los Ángeles de Acero, cuyos mundos perviven en el otro extremo del espacio humano, enseñan a sus hijos que la fuerza es la única virtud y la debilidad el único pecado, y predican que la verdad de su fe está escrita con mayúsculas en el propio universo. Cuesta rebatir una afirmación así. Según su credo, tengo derecho moral sobre los cuerpos que tomo porque soy más fuerte que ellos y, por tanto, mejor y más sagrada que los nacidos en aquella carne.
La niña que nació en mi cuerpo actual no era un Ángel de Acero, por desgracia.
—Y con el bebé somos tres —dije—, aunque el bebé sea de metal y plástico, y asegure ser una leyenda.
—¿Eh?
Rannar me miró perplejo. Como no ha viajado tanto como yo, una referencia como esa se le escapa: es una frase desenterrada de mi infancia olvidada, que transcurrió en un mundo que nunca ha pisado. Una expresión de asombro resignado se le reflejó en el rostro alargado y agrio.
—Tenemos tres jugadores —le expliqué con delicadeza—. Ya podemos empezar el juego de la mente.
—Ah, sí, claro. —Rannar comprendió—. Me encargo de inmediato, Sabiduría.
Craimur Delhune era el primero. Un ser antiguo, casi tan viejo como yo, pero que había vivido siempre en el mismo cuerpecillo. Eso explicaba que estuviera tan ajado. No tenía pelo y era todo arrugas; una especie de parodia sibilante, medio ciega, con la carne repleta de injertos e implantes de metal que funcionaban día y noche para mantenerlo con vida. No durarían mucho más, pero Craimur Delhune todavía no había tenido bastante y quería seguir viviendo. Por eso había llegado a Croan’dhenni, para pagar por la carne y empezar de nuevo. Llevaba esperando casi medio año estándar.
Rieseen Jay era un caso curioso. Tenía menos de cincuenta años y buena salud, pero sus cicatrices eran de distinta naturaleza. Rieseen estaba hastiada. Había probado todos los placeres que ofrece Lilith, que son muchos y sublimes. Había catado todos los manjares y probado todo tipo de drogas; había tenido sexo con hombres, mujeres, alienígenas y animales; había arriesgado su vida hasta el límite esquiando en glaciares, hostigando dragones de pelea, luchando en las competiciones aéreas que se emitían en todas partes por holograma para deleite de los fans. Y se le había ocurrido que un cuerpo nuevo sería la solución ideal para experimentar nuevas sensaciones. Tal vez un cuerpo de hombre, o el de un alienígena de color chillón. No nos llegan muchos como ella.
Joachim Kleronomas era el tercero.
En el juego de la mente hay asientos para siete: tres jugadores, tres trofeos y yo.
Raimar me entregó una carpeta gruesa llena de fotografías e informes de los trofeos recién llegados en las naves de Khar Donan: la Fénix Brillante, la Segunda Oportunidad, la Nuevo Pacto y la Antro Carnal (Khar siempre ha sido muy dado al humor negro). El mayordomo se quedó pegado a mí, solícito y atento, mientras yo hojeaba los documentos y escogía.
—Qué preciosidad —dijo al ver la fotografía de una vesniana esbelta de asustados ojos amarillos que delataban su condición de híbrido, resultado de la mezcla de genes—. Este es muy fuerte y sano —comentó cuando yo estudiaba a un joven musculoso de ojos verdes con una trenza morena hasta la cintura. No le hice caso. Nunca se lo hago.
—Este —dije, separando un informe del resto.
Pertenecía a un chico esbelto como un estilete, con la piel sonrosada llena de tatuajes. Khar lo había comprado a las autoridades de Alcaudón, donde lo habían acusado de asesinar a otro joven de dieciséis años. En muchos mundos, Khar Dorian, el infame mercader, contrabandista, saqueador y traficante de esclavos, era sinónimo del mal; los padres empleaban su mero nombre para amenazar a sus hijos. Pero en Alcaudón era un buen ciudadano que rendía un gran servicio a la ciudad comprando la escoria de las prisiones.
—Esta.
La segunda fotografía que extraje era la de una joven bajita y rechoncha que rondaba la treintena, con unos grandes ojos verdes de mirada vacua; de Cymeranth, según el informe. Khar había dejado a uno de sus saqueadores en un centro de hibernación para enfermos mentales y se había procurado unos cuantos cuerpos jóvenes, sanos y atractivos. Aquel, de carnes suaves y mullidas, cambiaría en cuanto una mente activa lo vistiera. La propietaria anterior se había metido demasiado polvo de sueños.
—Y esto.
El tercer informe era el de un g’vhern recién salido del cascarón: un ser lúgubre con amenazadoras crestas oculares color magenta, y enormes y correosas alas de murciélago que brillaban con aceites iridiscentes. Era para Rieseen Jay, que fantaseaba con la sensación de probar un cuerpo que no fuera humano. Si lograba ganarlo, claro.
—Excelentes elecciones, Sabiduría —aprobó Rannar, que siempre daba por bueno todo lo que yo hacía.
El cuerpo de Rannar cuando llegó a Croan’dhenni era grotesco. Lo habían pescado en la cama con la hija de su jefe, un caballero de la sangre v’lador, algo que se castigaba con la mutilación ritual completa. No consiguió un trofeo. Yo tenía dos jugadores, uno de ellos agonizante de mántrax, que llevaban esperando casi un año. Sin embargo, acepté el ofrecimiento de Rannar de servirme fielmente durante diez años a cambio de un cuerpo nuevo.
A veces me arrepentía de esa decisión, como cuando sentía sus ojos en mi cuerpo, cuando sentía cómo con la mente me arrancaba la débil protección de la ropa y se aferraba como una sanguijuela a mis pechos incipientes. La chica con la que lo habían encontrado no era mucho más joven que mi cuerpo.
Mi castillo es de obsidiana.
Al norte, muy lejos de aquí, en los páramos polares y brumosos donde los fuegos eternos arden en un cielo violeta, el negro cristal volcánico cubre la tierra como piedra común. Fueron necesarios miles de mineros croan’dhíes y nueve años estándar para conseguir piedra suficiente para mis propósitos y llevarla hasta la ciénaga a través del interminable desierto. Hicieron falta cientos de artesanos y otros seis años más para tallar y pulir la piedra y construir el mosaico de oscuros reflejos titilantes que es mi casa. Considero que valió la pena todo ese esfuerzo.
El castillo se asienta sobre cuatro pilares toscos y gigantescos que lo elevan muy por encima de los olores y la humedad de la ciénaga de Croan’dhenni, que centellea con luces de colores cuyos reflejos fantasmales danzan sobre el cristal negro. Mi castillo reluce. Es bello, austero y prohibido, soberbio y alejado de las chabolas que se han formado en torno a él, donde perdedores, repudiados y desposeídos sin esperanza se apiñan en cabañas flotantes de junco, infectas chozas en árboles y casuchas sostenidas sobre postes de madera medio podridos. La obsidiana me proporciona placer estético y su simbolismo me parece idóneo para esta casa de dolor y renacimiento. Así como la obsidiana nace del fuego volcánico, la vida nace del ardor de la pasión sexual. A veces la limpia verdad de la luz atraviesa su negrura; la belleza se atisba apenas en la oscuridad y, como la vida, es tremendamente frágil y de bordes muy afilados.
Dentro del castillo hay infinidad de habitaciones: unas están recubiertas de maderas fragantes de la región, tapizadas de pieles y alfombras mullidas; otras, desnudas y negras, son salas de ceremonias donde los reflejos oscuros reptan por las paredes de vidrio y los pasos resuenan agudos y quebradizos en el suelo, también de vidrio. En el centro, en la alta cúspide, se eleva una torre rematada en forma de bulbo, de obsidiana engarzada en acero. Dentro hay una única habitación.
Hice construir el castillo en el lugar que ocupaba un edificio viejo y destartalado, y en esa habitación de la torre emplacé el Artefacto.
El anterior es uno de los cuentos que conforman Y la muerte, su legado (Plaza Janés, 2019), de George R. R. Martin, un inusual y sorprendente volumen de relatos que entrevé la ciencia ficción especulativa y la fantasía, y donde cada historia es un juego con reglas propias. Competencias, batallas, partidos: todos los personajes aquí convocados ponen a prueba sus habilidades y se valen de su astucia o malicia para triunfar incluso a costa de sus contrincantes.
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George R. R. Martin vendió su primer relato en 1971 y desde entonces se ha dedicado profesionalmente a la escritura. En novelas como La muerte de la luz (1977), Refugio del viento(1981), Sueño del Fevre (1982), El Rag del Armagedón (1983) o Los viajes de Tuf (1987) cultivó los géneros fantástico, de terror y la ciencia ficción, que también frecuentó en sus numerosos relatos, recogidos en volúmenes como Una canción para Lya (1976) o Canciones que cantan los muertos (1983). Tras trabajar como guionista y productor en Hollywood durante la década de los 80, a mediados de la década de los 90 volvió a la narrativa. Entonces comenzó su saga de novelas de fantasía épica “Canción de hielo y fuego”, de las que hasta ahora se han publicado: Juego de Tronos, Choque de reyes, Tormenta de espadas, Festín de cuervos y Danza de dragones. A este ciclo también pertenecen las novelas cortas “El caballero errante”, “La espada leal” y “El caballero misterioso”, relatos compilados por Plaza & Janés bajo el nombre El caballero de los Siete Reinos.