En las guerras no hay excepciones a la regla sin importar si la historia, como dicen, la escriben los vencedores. En el caso de la Segunda Guerra Mundial, los Aliados resultaron “ganadores” en uno de los periodos más oscuros en la historia de la humanidad mientras el Eje fue derrotado; sin embargo, cada uno de ellos salió perdiendo. Aunque para ser justos, dos de las naciones que más lamentaron las pérdidas, fueron Alemania y Japón.
Ambos países, después de la derrota, sufrieron las consecuencias no sólo a un nivel económico, sino social y político. Alemania pagó su deuda –aunque no se cubrió 100 por ciento de la misma– desde la Primera Guerra Mundial y se enfrentó al hambre y la destrucción de sus ciudades; sufrió las imposiciones políticas de los Aliados, comandados ya por Estados Unidos y la URSS, más la división de más de 20 años de su país, pero no de su gente. Alemania se recuperó de su crisis, superó la historia impuesta por una figura infame y se convirtió en potencia del mundo.
Japón fue un caso muy distinto ¿La razón? Nunca asumieron su responsabilidad y la prueba es que el mismo poder político que entró en el conflicto, se quedó después de que este terminara. Algunos historiadores y especialistas han hablado sobre la nula responsabilidad del país nipón en la guerra para con el resto del mundo y actuaron como si nunca hubiera sucedido. Se puede tomar como prueba el santuario Yasukuni en Tokio, un espacio que resguarda más de dos millones de almas de personas que perdieron la vida durante diversos conflictos bélicos en nombre del emperador, incluida la Segunda Guerra Mundial. Aquí reside el alma de kamikazes, víctimas civiles y criminales de guerra.
En pocas palabras, Japón nunca asumió su participación en la historia y por eso el tiempo de recuperación y sanación tomó tanto tiempo en comparación con Alemania. Hay algo cierto en esto; sin embargo, esos mismos expertos pasaron por alto algo que demostró que el japonés sabía que la redención y el perdón sería su salida: el cine. Las guerras, para bien o para mal, influyen en la producción cinematográfica de un país en varios aspectos que incluyen la cantidad de filmes en cierto periodo y el tipo de historias que se llevan a la pantalla. Como mencionamos en un principio, en las guerras no hay excepciones y Japón junto a su cine no lo fueron.
La filmografía mexicana y la japonesa compartieron tiempos similares en su evolución. La época de oro del primero se dio entre la década de los 40 y 50 para llegar a su fin a mediados de los 70; en Japón comenzó una década antes y terminó de forma abrupta en los 60 con la inmersión de Hollywood y el cine europeo en sus salas de cine más la posibilidad de ver más contenidos sin censura en sus televisiones, esto como resultado de esa devastadora guerra. Irónico: la guerra y las imposiciones políticas y militares de Estados Unidos en Japón llevaron las costumbres y libertades de occidente a un pueblo que quedó con las manos vacías, pero que resurgió como pocas naciones logran hacerlo.
Uno de los mejores periodos de los japoneses dentro del séptimo arte se dio justo a mitad del siglo XX con la llegada de Akira Kurosawa al Festival de Cine de Venecia en 1951 con su filme Rashōmon, el cual se llevó el León de Oro. Con esto, comenzó la incursión del cine japonés y asiático a occidente, así como una oleada de éxitos comerciales que dieron un aproximado de 500 producciones al año en la década.
Cinco años atrás de Rashōmon, ocurrieron los únicos dos bombardeos atómicos en la historia de la humanidad: el de Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945. Con esto en mente, la cinta de Kurosawa pareció llegar para disculpar a su pueblo y mostrarles la posibilidad de esperanza. Quizá parezca una exageración, pero no lo es. El cine siempre ha mostrado sus cualidades expresivas y artísticas y este filme, más el estilo sutil y dramático de Kurosawa, lo hicieron. La pregunta es cómo.
Rashōmon presenta como protagonista central a un samurái asesinado. Junto a él aparecen los dos implicados en el crimen de manera directa: su esposa y un bandido llamado Tajomaru. Después de que un leñador encuentra el cuerpo en el bosque y avisa a las autoridades, comienza la verdadera esencia de la cinta: la búsqueda de la verdad y la posibilidad de desechar el egoísmo o la vanidad. Tajomaru, interpretado por el legendario actor Toshirō Mifune, cuenta su versión de la historia en la que tuvo que asesinar al samurái por amor; la esposa, ante el rechazo del hombre por haber “cedido” ante el bandido, se desmaya sin ser testigo de la muerte de su esposo; y la misma víctima, el samurái muerto, cuenta su propia historia a través de una médium: se suicida ante la traición de su mujer.
¿Quién dice la verdad? Nadie. Todos, ante su propia vanidad y vergüenza, rechazan la verdad. Sin embargo, el leñador del principio, aquel que supuestamente había encontrado el cuerpo, fue testigo del principio y desenlace de la historia… Durante todo el filme, Kurosawa utiliza diversos planos, movimientos de cámara y silencios para situar al espectador en la misma posición del personaje, pero nunca del verdugo. Así, cuando están testificando ante el juzgado, siempre se ve al protagonista en un primer plano y un par de figuras detrás que lo escuchan todo.
Durante todo el filme, con sus excepciones en dos ocasiones al principio, Kurosawa no da indicios de presentar una historia que esconde la realidad japonesa del filme. Es el final, el gran cierre de no más de cinco minutos, el que habla en nombre del pueblo japonés y su caída en manos de las imposiciones América: mientras un hombre sea bueno, hay esperanza para la humanidad. Con esto, pareciera que Kurosawa rechaza la idea de la indiferencia descrita por los historiadores y Rashōmon en realidad representa su aceptación como responsables y, por ende, el perdón del hombre.
¿Qué hay del tiempo? La narrativa de Rashōmon es quizá el tema central de la película. Cuando Kurosawa en colaboración con Shinobu Hashimoto llevó el guión a diversas productoras, todas lo rechazaron porque ante ellos había una cinta que no era comprensible y, peor aún, no iba a dar nada en taquilla. Sin embargo, alguien se aventuró a seguir a un Kurosawa obsesivo al “ver” el potencial que nadie “leyó”. David Lynch dice que el cine tiene su propio lenguaje aunque este sea un lenguaje en sí mismo. Por eso, una cosa es leer una película y otra muy distinta es verla. Pulp Fiction, uno de los mayores filmes de Quentin Tarantino, no se puede leer, pero la experiencia cambia totalmente cuando aparece en pantalla. No podríamos considerar como interesante una conversación sobre hamburguesas si no vemos a Vincent Vega y Jules Winnfield dentro de una atmósfera tensa y violenta. Así es Tarantino: las conversaciones entre sus personajes son tan cotidianos, que no ameritan una cinta… hasta que aparecen los visuales y prácticamente resuelven la historia. Lo mismo sucede con Rashōmon y la parte no lineal de su narrativa.
Kurosawa logra filmar exactamente lo que sus ojos perciben; es decir, lo que vemos pero no lo que miramos. El movimiento en las cintas del japonés es impresionante porque es natural, pero al mismo tiempo exagerado. Cada sentimiento representa un movimiento del personaje, incluso elementos externos contribuyen a la narrativa basada en la acción. Por ejemplo, el clima. En Rashōmon, una ligera y fría brisa del viento hace que el protagonista, el infame y viril Tajomaru, vea a la esposa del samurái y se dé cuenta de su belleza, lo cual trae como consecuencia el deseo del mismo por poseerla a como dé lugar. ¿Cómo explicas eso en palabras sino es con puras acciones?
Estas partes hacen de Rashōmon el ensayo y error de Kurosawa. Y vaya que sirvió, pues dio paso a otra de sus más grandes obras maestras, Los siete samuráis de 1954 acompañada de su fascinación por las historias de occidente representadas con la figura del samurái. Al final, esta primera cinta fue la culpable de que la Academia haya integrado en sus nominaciones la categoría a Mejor Película Extranjera y el cine japonés se convirtiera en el referente de un cine artístico, entretenido, pero sobre todo humano.