Un gol tuyo durante mi infancia, Cruz Azul, significaba dos cosas: un apachurrón bonito en el corazón y un grito contundente de mi abuela: ¡CÁLMATE!
En una familia nuclear donde el futbol era tan importante como ir al corriente en la renta para Don Ramón, debía verte siempre por la tele: desde mi recámara, en la casa donde me crié con mis abuelos, llevaba mi bandera gigante, dos bufandas y fotos impresas de algunos jugadores. Todo lo colgaba en una vieja vitrina llena de esos platos y vasos que nunca se usan. Con eso ya me sentía parte de la Sangre Azul llegando a la cabecera, listo para cualquier partido.
Nunca importó si el gol fue del Chelito, de Cacho, Tito Villa, Ceballos o Sabah, tampoco del Chaco, Pavone, Kikín, Figueroa, Santa Cruz o hasta Alemao, el ritual siempre fue el mismo: pese a mi sobrepeso me levantaba de la silla que ponía justo frente a la tele, daba vueltas alrededor del comedor a una velocidad considerable mientras mientras mi corazón de desahogaba: ¡A HUEVO, A HUEVO, A HUEVO!
Mi abuela se atrevía a pedirme calma, Cruz Azul.
Mi Cruz Azul, varios años después
En 2008, las eliminaciones en temporada regular, cuartos de final y semis se acabaron… pero llegó la costumbre de las finales perdidas.
Lo que como niño nunca puse en duda, de adulto lo cuestioné: ¿por qué le le voy a un equipo que no gana finales? ¿Por qué no le voy al Santos de Ludueña, al Toluca de Paulo Da Silva, los Rayados de Suazo o el América del Chucho? La respuesta es simple: no hay nadie como tú.
Nadie ha caído tantas veces, nadie ha perdido dos veces contra su archirrival al 92, nadie ha perdido con penalti anotado por su propio portero, nadie ha cambiado de estadio al del peor rival, nadie tiene a su expresidente siendo buscado por la justicia… pero nadie me hace sentir tanto como tú.
Cada derrota, cada tristeza, cada amargura, valió cada maldito segundo para, por fin, verte campeón.
Perdón, abuela, no me pidas calma: CRUZ AZUL CAMPEÓN.
Ver esta publicación en Instagram