Por qué soñamos y cuál es el significado de esas experiencias son dos preguntas que se atribuyen a distintos campos. Mientras la primera se puede asociar a un concepto más científico y riguroso, la segunda representa algo más humano. Conforme pasa el tiempo, la ciencia ha ido revelando puntos que explican el proceso onírico en los seres humanos, pero no su relación con la persona misma.
El tema de los sueños es fascinante precisamente por eso, porque no lo comprendemos y a pesar de los avances tecnológicos y científicos, no logramos descifrar de dónde vienen y cuál es su propósito. Lo único que nos queda ante un abismo como este, solución aplicada desde que el hombre es consciente de su única naturaleza, es el arte.
La literatura, la pintura y el cine, por mencionar los más impresionantes, se han encargado no de darle a los sueños una explicación subjetiva que no termine de satisfacer a nadie, sino de darle un sentido y un cargo que vaya más allá del cuerpo.
Uno de los artistas encargados de esto, sino es que el máximo exponente, fue Salvador Dalí, un pintor español que basó su obra en las experiencias oníricas, la confusión de las mismas y la belleza dentro de un mundo que es propio. Esto convirtió a Dalí en el embajador de los sueños, o al menos de su representación visual, y en la persona perfecta para trabajar con uno de los directores más grandes e influyentes del siglo XX: Alfred Hitchcock.
Pero, ¿cómo se dio esta famosa colaboración entre artistas? En la década de los 40, un poco antes de que Hitchcock se convirtiera en la imagen más grande de Hollywood, el director reunió a Ingrid Bergman y Gregory Peck para un proyecto fílmico titulado Spellbound.
La primera idea de esta cinta, en la que el productor David O. Selznick invirtió mucho dinero para poder tomar control en la trama, era presentar los beneficios del psicoanálisis como consecuencia de que el mismo Selznick había probado tratamiento.
Sin embargo, Hitchcock era un controlador aún más grande y no permitía que nadie interfiriera entre él y sus películas. Así que el británico tomó como referencia The House of Dr. Edwardes, una novela de 1927 escrita por Francis Beeding (una colaboración literaria), y construyó la historia final que se presentó en 1954 en Spellbound:
El filme sigue la historia de la doctora Constance Peterson, la única psicoanalista mujer en el asilo Green Manors en Vermont. Desde el principio, Hitchcock nos presentó a Constance como una mujer fría, con poco apego humano y un aparente dominio total de sus impulsos y sentimientos.
El argumento principal comienza cuando la doctora entra en contacto con un paciente llamado John Ballantyne, quien tiene amnesia y dice ser un doctor llamado Anthony Edwardes. Ballantyne no recuerda nada, pero podría ser el autor del asesinato del verdadero Edwardes.
La doctora Constance comienza a tratarlo al evaluar y analizar sus sueños para determinar de dónde viene su amnesia y si esta es consecuencia de la culpa que siente por haber asesinado a Edwardes… y aquí es donde un hombre como Dalí puede entrar.
Hitchcock contactó a Dalí para que diseñara el escenario de los sueños de John Ballantyne que son analizados por la protagonista y su mentor, el doctor Burlov. Los sueños, al menos las representaciones que siempre vemos en pantalla, son difusas y no tienen ni principio ni fin; sin embargo, Dalí se encargó con sus pinturas de darle un significado más concreto, y esto es lo que el director quería.
Hitchcock filmó un total de 20 minutos de la escena en la que el paciente describe sus sueños. Pero Selznick borró la mayor parte de la secuencia y dejó sólo dos… sin embargo, se convirtieron en el punto máximo de la cinta, pues Hitchcock utiliza sus innovadoras técnicas visuales con una pintura de Dalí como escenario.
¿Acaso hay algo más cautivante y contradictorio que eso? Hitchcock con una historia basada en una parte de la psicología y Dalí con su percepción de los sueños de personaje…
Ojos enormes en las paredes, un hombre con tijeras gigantes que corta la mirada, hombres sin rostro, techos, ruedas rotas, una casa de juego, una chimenea que esconde a un hombre también sin rostro… y una secuencia cortada que, como los sueños, no presentó ni el principio ni fin, pero sí unió a dos de las mentes más grandes cautivadores en el mundo del arte.