En la historia universal de la literatura hemos un encontrado un sinfín de referencias a los llamados “iniciados”, los cuales obtienen este título después de realizar un viaje iniciático que los eleva a un estado de sabiduría inconcebible, como si se tratara de dioses que tienen la capacidad de terminar con su tormento; es decir, que son mortales. Odiseo, conocido también como Ulises, es uno de ellos; Morfeo también, quien descendió al Inframundo para recuperar al amor de su vida; el rey Gilgamesh, protagonista de una de las obras más antiguas de las que se tenga conocimiento también es un iniciado. Ni qué decir del Buda, quien atravesó varios caminos, por decirlo de alguna manera, para descubrir todo un precepto religioso basado en la universalidad del hombre y la naturaleza.
Todos ellos, como mencionamos, vivieron un viaje que puso a prueba su cuerpo, pero sobre todo su alma o espiritualidad. Y como sabemos, salieron “triunfantes”, regresaron al mundo de los vivos y aprendieron la lección. Odiseo regresó con su esposa e hijos; Gilgamesh regresó con su amigo; Morfeo perdió a su esposa por una debilidad que ahora llamamos falta de confianza (hasta baja autoestima), pero regresó y se convirtió en un mito…
Ahora bien. Como mencionamos, estos nombres pertenecen a la historia de la literatura, forman parte de los mitos cosmogónicos que nos explicaron o intentaron explicar –mucho antes de que la ciencia fuera la punta del iceberg– los contrastes de la Naturaleza y el sentido de nuestra vida. Sin embargo, la pregunta es si ahora somos capaces de convertirnos en unos iniciados, ¿cómo podremos alcanzar un estado de conocimiento de tal grado que nos convirtamos en mitos o referencias?
Todos ellos, tal cual, descendieron a las profundidades, al Inframundo, a lo que conocemos como el destino fatal del hombre después de esta vida. Pero, ¿realmente existe un infierno como tal? Y de ser cierto, ¿está en otra dimensión, un plano distinto o lo vivimos día con día aquí? La respuesta dependerá en gran medida del lenguaje, el idioma, las religiones y, no menos importante, la región. Para muchos, el infierno o lo que llamamos el fin del mundo, está aquí y diario descendemos. De hecho, hay varios lugares en el mundo que son llamados así por su sentido de aislamiento, desolación, oscuridad y locura. Y con esto nos referimos en específico a la Antártida.
El continente antártico se encuentra más al sur del mismo círculo polar antártico y está rodeado de océano. Esto lo convierte en uno de los espacios más fríos, desolados y crudos para vivir. Sin embargo, hay vida y mucha. No sólo estamos hablando de especies animales, sino de un grupo de poco más de mil personas que decidieron “cambiar de rutina” y forman parte de la comunidad de la base McMurdo, la cual pertenece a un programa de investigación de la National Science Foundation de Estados Unidos.
Y aquí es donde llegó el director alemán Werner Herzog con un pequeño equipo de fotógrafos y camarógrafos para filmar uno de los documentales más impresionantes de la historia no sólo por su cualidad narrativa o el buen uso del lenguaje cinematográfico, sino por las deducciones a las que poco a poco, el alemán, su equipo y los pocos pobladores llegan.
En 2007, Herzog fue invitado por la National Science Foundation para filmar un documental, pero el cineasta se negó. Hubo un director de alto perfil a quien también se le ofreció la posibilidad, y no es que se haya negado, sino que se salió del precio. Se trata de James Cameron, quien quería llevar un equipo de producción de 36 personas, menos del cuatro por ciento de la población real de la Antártida. En una entrevista con The Guardian, Herzog aseguró que mantener a una persona en aquella región equivale a 10 mil dólares diarios… y por eso, Cameron se quedó sin la posibilidad de descender.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que el cineasta comprendiera el alcance de un lugar como la Antártida. Y así, se lanzó al sur, a ocho horas de Nueva Zelanda en avión, al fin del mundo y al cual el director bautizó como Encounters at the End of the World o Encuentros al final del mundo. Junto al fotógrafo Peter Zeitlinger y el músico (también fotógrafo) Henry Kaiser, fue a las profundidades de la Tierra para filmar y capturar imágenes, sonidos y, por accidente, momentos nihilistas que sin intención, se contradicen.
Herzog y su equipo filmaron debajo del agua, hicieron entrevistas incómodas a los “ciudadanos” del McMurdo, descubrió qué hay detrás de ellos y su decisión de aislarse en un lugar donde la noche dura cinco meses y el frío ya ni se siente, cuáles eran sus profesiones de antes: banqueros, filósofos, doctores e investigadores. Pero también se inclinó en Encounters at the End of the World, por la imagen de un reportaje especial de National Geographic, por la magnitud de la naturaleza fría, la convivencia de animales de distintas especies, los fenómenos que en las grandes ciudades nunca podremos ver y, de forma sorpresiva, por esas deducciones filosóficas –muy de Herzog considerando que estamos hablando del mismo hombre que realizó Fitzcarraldo– brindadas no por el hombre que literal se encuentra solo, sino por la misma naturaleza de los animales y sus acciones inconscientes de muerte…Y es aquí cuando entra el verdadero protagonista de Encounters at the End of the World: el pingüino suicida.
Con el aparente incremento de casos de crueldad animal en todo el mundo, también ha surgido el debate del estado “emocional” de los animales. ¿El toro dentro de una corrida sufre o simplemente le duele? Sin duda, el animal no comprende el concepto o definición de sufrimiento, el cual, es un término meramente humano; sin embargo, al toro le duele y el dolor a largo plazo se convierte, al menos para nosotros, en sufrimiento. No importa si el toro no comprende siquiera la palabra, para nosotros, el toro podría o no estar sufriendo. Lo mismo sucede con el pingüino de Herzog y el momento filmado en que se dirige a su propia muerte.
“¿Hay algo parecido a la locura entre los pingüinos?”, pregunta Herzog a un experto en estos animales que ha convivido más con ellos que con los humanos. “Estoy intentando evitar la definición de locura o perturbación. No quiero decir que un pingüino pueda sentirse como Napoleón Bonaparte pero, ¿se pueden volver locos por su vida en la colonia?”.
El experto se queda callado, un poco incómodo no por la pregunta, sino por la costumbre de no hablar o siquiera responder: “Pues nunca he visto a un pingüino estrellar su cabeza contra las rocas. Lo que sí es que pueden desorientarse, terminan en lugares donde no deben estar, muy lejos del océano”. Mientras, Herzog nos introduce a una secuencia de un grupo de pingüinos dirigiéndose hacia el océano. Unos cuatro se mueven de forma instintiva hacia el agua, se van a la derecha como debe ser. Dos se quedan varados en medio de la magnitud del continente hasta que uno de ellos decide regresar por el camino que ya había recorrido. El último, desorientado como asegura el experto, se aleja 70 kilómetros a la nada.
“Como el doctor explica, si tomas a este pingüino y lo regresas a la colonia, se iría de forma inmediata a las montañas… ¿Pero por qué?”, se pregunta Herzog con la misma voz altanera pero sutil con la que ha estado hablando durante todo el documental. Pero esta vez el pingüino, la presencia de un ser desorientado o loco, le da un toque nihilista que pocas veces, ya ni se diga en la ficción, podría ser replicado. ¿Por qué un pingüino habría de dirigirse a “una muerte segura” si no sabe siquiera lo que significa?, ¿o acaso el hombre, con su concepto mismo de la muerte, la busca de forma constante y la justifica aunque sea desde la locura?
En 2005, el francés Luc Jacquet, presentó su trabajo de investigación March of the Penguins, un filme documental que impresionó a las audiencias por sus visuales y el cuidado personal que le dio a la naturaleza reproductiva y social de los pingüinos. Como sabemos, estos animales son monógamos y se unen a una sola pareja durante toda su vida. Forma parte de su naturaleza. De este modo, el filme de Jacquet nos dio una lección moral, mas no natural, de los valores familiares y culturales que se deben predicar, así como la construcción de una familia estable.
Herzog, sin necesidad de un dilema moral, nos dio dos años después con Encounters at the End of the World, no una sesión moralina que persigue un precepto antinatural, porque comprobado está que el ser humano pueda ser monógamo (que es distinto a ser fiel, mismo debate entre dolor y sufrimiento), sino todo lo contrario. El director nos dio un golpe de realidad tan natural y poderoso con la aparición accidental de un pingüino que se dirige a su propia muerte, que hemos de reconocer que todos tenemos algo de aquel ser dentro: algo de desorientación, locura, asociación con la muerte, el deseo de la misma y la vuelta al descenso.