Por Raúl Bravo Aduna
Transitamos —y habitamos— entre espacios físicos que nos obligan a habitarlos —y transitarlos— simbólica y psicológicamente. El cafecito donde nos rompieron el corazón por primera vez en la vida se vuelve, inevitablemente, un intersticio de dolor a toda costa evitable en medio del barrio en que vivimos. El restaurante al que ibas a cenar con tu mejor amigo, antes de su muerte lenta y dolorosa, transmuta, inevitablemente, en una escoriación tangible que zanja la ciudad por la que te mueves a diario. El poniente inaccesible de esa misma ciudad, al que tuviste que llegar cada día por años para ir a la universidad —desmañado y cansado porque hay que evitar el tráfico y terminar la tarea— queda clausurado de por vida porque en él se mezclan el odio y la frustración que acompañan, también inevitablemente, a la disciplina impuesta desde fuera. Inevitablemente, uno está condenado a cartografiar mapas emocionales y personales (simbólicos, psicológicos) sobre los mapas tangibles y “objetivos” de los espacios que acompañan nuestras experiencias cotidianas.
En gran medida, Manchester junto al mar (2016), película dirigida por Kenneth Lonergan y protagonizada por Casey Affleck —que, más allá de vivir bajo la sombra de su hermano, ha logrado construir una carrera sólida como actor, guionista y director—, retrata la pesadumbre de tener que enfrentar a esos espacios personales de dolor y sufrimiento, esas cicatrices terribles que se hacen palpables entre calles, casas y océanos, incluso, al tener que recorrerlos.
Manchester junto al mar comienza con tomas del mar y el pueblo (una cinematografía sencilla y efectista, pero preciosa), para pasar casi inmediatamente a sus protagonistas en un flashback: Lee (Affleck) y Patrick Chandler conversan en un bote. Lee trata de convencer a su sobrino, que aún es un niño, que él es más confiable y responsable que su padre: “I do things better because I can see everything laid there like a map” (“Puedo hacer las cosas mejor, porque puedo verlo todo puesto, como si fuera un mapa”), le dice. Sin embargo, una vez que nos movemos al tiempo narrativo de la trama de la película, el Lee que se presenta dista mucho de alguien que pueda hacer las cosas mejor porque tiene la capacidad de ver todo lo que está adelante y a su alrededor. Lee Chandler es un conserje autoexiliado en Boston que pasa su tiempo —en una miseria patente en la mirada y gestos de Affleck— entre empezar pleitos en bares, ver partidos de hockey y destapar caños. El conflicto comienza cuando tiene que ir a Manchester-by-the-sea, pueblo que fuera su hogar años antes, para arreglar el funeral y secuelas de la muerte de su hermano (que no podrá ser enterrado hasta que termine el invierno), comenzando por tener que ser el tutor de su sobrino por dos años.
Manchester junto al mar, incluso con la franca pesadumbre que la singulariza (la pienso, quizá ramplonamente, en oposición a La La Land), parece querer coquetear en un primer momento con la convención de películas de comedia o románticas sobre el hombre desfachatado o pesaroso que se redime a través de la imposición de la paternidad no buscada. O, por lo menos, juega con esa expectativa. Sin embargo, como bien apunta Peter Bradshaw en The Guardian, éste es un filme sobre “los errores irreparables y dolorosos de la vida”, no sobre las redenciones y expiaciones hollywoodenses de quien, por medio del amor o la amistad, salva para siempre sus tropiezos. Porque hay, muestra Manchester junto al mar, tropiezos inolvidables e infranqueables, sin importar las disculpas, perdones y penitencias que los siguieron. Incluso, los pequeños momentos de esperanza en la película —en los que se empieza a ver la luz al final del túnel, como cuenta la canción que los acompaña— quedan enterrados entre aludes de desesperanza para Lee.
La manera en que se combinan el tiempo lineal y los flashbacks demoledores de todo lo que llegó a vivir Lee en Manchester-by-the-sea hace que la película se vuelva una manera de tratar de encontrar los puntos del mapa que se nos enseñaron desperdigados: Lee, el navegante que puede sobrellevarlo todo, termina sin dirección y sin poder hacer más llevadera su vida. “[Manchester junto al mar] trata sobre la vida como se vive en el mundo real”, escribe Bradshaw, “con dolores incontenibles, cabos sueltos, lecciones de vida que no se aprendieron. La vida sin resoluciones narrativas”. Todo esto, representado, simbolizado, encarnado, por el pueblito de Massachusetts que obliga a Lee a revivir sus errores y dolores a cada minuto que pasa ahí.
Al final, regresamos al mismo barco en el que comenzó la película. Años más tarde. Los mismos dos personajes. Su relación ha cambiado un poco, pero lo insoportable de Manchester-by-the-sea permanece. Quizá no hay lección qué aprender, quizá no hay mensaje. Sin embargo, pienso en cuatro versos de “Little Gidding” del poeta T. S. Eliot para tratar de acercarse a esta película:
We shall not cease from exploration
And the end of all our exploring
Will be to arrive where we started
And know the place for the first time.
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Raúl Bravo Aduna estudió letras inglesas en la UNAM y es maestro en Periodismo y Asuntos Públicos por el CIDE. Actualmente es el Coordinador de Noticias de Sopitas.com.
Twitter: @rbaduna