La migración y la comida comparten una íntima relación que pocas veces –o mejor dicho nunca– hemos podido o querido ver tanto de este lado de la frontera como del otro. En algunas películas o series, uno de los elementos más comunes cuando un restaurante aparece en escena, es el típico chiste de los mexicanos en la cocina con sus piochas, tatuajes de pandillero y un poco de sobrepeso. Si no nos creen, váyanse al último capítulo de Pulp Fiction, una película de 1994 que ya presentaba, sin querer queriendo, una realidad latente.
Así que nos guste o no, resulte ofensivo para muchos y poco comprensible para otros, forma parte de la realidad y el terrible fenómeno de la migración que resume y explica por qué algunos extranjeros conocen mejor la CDMX, los pueblos, las zonas arqueológicas y las playas que los mexicanos que viven allá. Anthony Bourdain, reconocido chef y viajero que murió el 8 de junio de 2018, fue uno de esos “gringos” que podría explicarle a un cocinero en un restaurante de alto perfil en Nueva York, que los taxis que él recuerda ya no son verdes ni bochos, sino Tsurus color rosa con blanco.
Entre sus viajes por todo el mundo, especialmente a México para su icónico programa Parts Unknown, siempre habló de la importancia de la comida mexicana y cómo era mucho más antigua y compleja que la cocina europea.
En un pequeño ensayo para presentar un episodio de la serie sobre México, el chef escribió: “No es queso derretido sobre una tortilla. No es simple o sencilla. Es, en realidad, antigua, más antigua que las grandes cocinas europeas e, incluso, más compleja, elegante, delicada y sofisticada. El mole puede tomar DÍAS hacerlo, la perfecta combinación de ingredientes minuciosamente preparados a mano. Podría ser, debería ser, una de las cocinas más apasionantes del mundo. Pero sólo si prestamos atención”.
Y con eso, regresamos al tema de la migración y el porqué los mexicanos, aquellos que le “quitan” el trabajo a jóvenes estadounidenses, son los que cocinan la mayor cantidad de platillos, siempre a escondidas y bajo la amenaza de regresar a un país que no valora su propia cultura. A través de sus libros, críticas gastronómicas y programas para la televisión, Bourdain comenzó a hablar de la hipocresía de su propia sociedad ante el rechazo de tener mexicanos trabajando en las cocinas, pero sí saboreando y alabando sus platillos.
“Los americanos aman la comida mexicana. Comemos sus nachos, tacos, burritos, tortas, enchiladas y tamales en enormes cantidades. Amamos las bebidas mexicanas. Nos emborrachamos año con año con mucho tequila, mezcal y cerveza mexicana. Amamos a los mexicanos desde el hecho de que los contratamos. A pesar de nuestra ridícula actitud frente a la migración, queremos que cocinen la mayor cantidad de comida posible para consumirla, queremos que cultiven los ingredientes que necesitamos, limpien nuestras casa, corten el césped, laven nuestros platos, cuiden a nuestros hijos. Entonces, ¿por qué no amamos México?”.
Y mientras los mexicanos les dan de comer a los hijos americanos, mueren los suyos en una guerra contra el narco aparentemente patrocinada por ellos, quienes gastan millones de dólares en las drogas cultivadas –ya no son esos ingredientes que forman parte de un meatloaf preparado por un chef de Michoacán– por campesinos mexicanos y, al mismo tiempo, gastan otros tantos en la lucha contra el paso por la frontera que, lamentablemente, compartimos.
Y así con cada punto de la relación entre Estados Unidos y México; entre esos americanos que hablan con desprecio de los burros-cebras de Tijuana y los mexicanos que le cuentan historias de nahuales a sus hijos. Anthony Bourdain, a través de la gastronomía y un nuevo género para la televisión, habló desde antes que estallara la bomba, antes de que los niños que crecieron entre tortillas y mole, desaparecieran en la frontera que tanto odian, pero necesitan para satisfacer sus pasiones más bajas.