Los dioses griegos y los humanos no pueden escapar a su destino. La única y enorme diferencia es que el destino del hombre, entre interrupciones, es la muerte: el fin de un sufrimiento, de una vida. En cambio, los dioses son inmortales y eternos, no pueden escapar a su destino con, precisamente, un destino final. Es decir, están condenados. De aquí surge ese odio, o mejor dicho envidia, de los dioses hacia los seres humanos. Por eso el castigo continuo entre ellos, en sus relaciones personales y sociales, la obligación de rendir culto y el castigo en caso de desobediencia.
Está el mito de Medusa, una joven que pertenecía al templo de Atenea y cuya belleza la condenó y la convirtió en un monstruo. Poseidón deseó tanto hacerla suya, que lo hizo contra la voluntad de la chica, y como castigo por romper una de las reglas del templo, la convirtieron en una criatura con serpientes en la cabeza y cuya mirada convertía al hombre en piedra.
Lo mismo sucedió con Prometeo, un dios que buscaba el beneficio del hombre en todo momento. Ante la negativa de Zeus de que los humanos conocieran el fuego, Prometeo lo roba y lo presenta ante el hombre. Enojado, el dios de dioses lo condena a una sufrimiento perpetuo: Hefesto lleva a Prometeo a la punta de una montaña y lo encadena. Si Prometeo no habla sobre la profecía contra Zeus y su condición de dios de dioses, hará que la montaña caiga encima de él, y todos los días por la eternidad, un buitre irá a devorar su hígado…
El nombre de Prometeo fue elegido por Mary Shelley a principios del siglo XIX para su obra más grande: Frankenstein o el moderno Prometeo, una obra literaria y gótica que supuso un rompimiento en la época por la crudeza de la historia y los planteamientos presentes en los dos personajes principales, el doctor Victor Frankenstein y su creación.
El significado de la muerte y lo divino; la percepción moral relacionada a la ciencia; los avances desmedidos de la misma; y sobre todo, el desafío a Dios y su capacidad única de crear vida y/o muerte. La adaptación cinematográfica de la novela de Shelley, llevada en 1931 bajo la dirección de James Whale protagonizada por Boris Karloff, también representó un punto de quiebre en las audiencias, las cuales se enfrentaban por primera vez a un monstruo creado o diseñado que tenía algunos detalles humanos. Es decir, un espejo para una sociedad que si bien no estaba en decadencia, iba hacia ella.
Frankenstein de 1931 presentó al doctor Frankenstein, quien comienza a estudiar los organismos vivos, no sólo humanos sino en general, y con esto también empieza una obsesión sobre la posibilidad de retar a Dios y la capacidad del hombre de traer algo vivo. Comenzó a entrar a laboratorios o morgues para robar partes de cuerpos humanos como el cerebro de un criminal hasta que un día, con todas las partes reunidas, aprovecha una fuerte tormenta para dar el paso final: “It’s alive!”, grita desesperadamente al ver que su obra se había completado sin considerar las consecuencias de un cuerpo vivo pero sin alma o conciencia.
El monstruo de Frankenstein comienza a asesinar gente a pesar de las lecciones que su “padre” le da sobre la ética y moral, sobre lo incorrecto de quitar vida –irónicamente después de habérsela dado contra el orden natural. Hasta que un día, la criatura o “cosa” escapa y asesina a la única persona que había sido amable con un él: una pequeña niña que lo invitó a jugar con ella junto al río, le tomó las manos, le dio flores y le mostró cómo estas flotaban. El resto de la historia, para no revelar detalles puntuales, termina en tragedia, en muerte.
Frankenstein, a dos siglos de su nacimiento literario y a 87 de su más grande adaptación, representa todavía una parte del hombre que ha resurgido en los últimos años, aquel que se mueve entre entre la vida y la muerte no propia, sino de los demás…